Por Karmele Uriarte.
La agradable rutina de aquel paseo matutino me animaba y me ponía en forma para el resto del día. Era un verano caluroso y húmedo, que hacía que las horas del mediodía resultasen insoportables.
En el camino me encontraba casi a diario con un hombre que trabajaba una hermosa y bien cuidada huerta.
Los tomates se veían ya crecidos, suspendidos en sus cañas. Algunos, con el rojo incipiente de la madurez; otros, más perezosos, mimetizados aún con las verdes hojas. Hileras de pimientos, de lechugas y calabacines formaban un cuadro natural de simetrías cuya vista refrescaba el cuerpo y el ánimo.
Saludaba yo siempre con un amigable buenos días al hombre que, normalmente, veía inclinado a la tierra sumido en su labor. Él apenas se incorporaba para responderme con un murmullo desganado e ininteligible.
No voy a negar que me apenaba y hasta me daba un poco de rabia no poder intercambiar unas palabras con aquel rudo y poco amistoso labrador.A pesar de ello, no cejaba en el intento de un posible acercamiento y seguía saludándole siempre con una sonrisa.
Una vez, volviendo de mi paseo , al pasar por la huerta observé al hombre sentado en el suelo, semitumbado,en una postura bastante extraña que me alarmó de verdad. Dudando sobre cómo actuar, dado el talante huraño del labrador, finalmente decidí que debía acercarme a él e interesarme por su estado.
Tenía el semblante pálido y la cara cubierta de sudor. Me dijo que se sentía algo mareado, así que le propuse acompañarle hasta la cercana casa donde vivía. Accedió.
Una vez allí nos recibió su mujer, una agradable señora que, una vez pasado el susto y mientras tomábamos una fresca limonada que nos sirvió, no supo cómo agradecerme el haber socorrido a su marido en aquella situación.
A partir del incidente, el hombre se dirigió a mí de un modo más amistoso y cordial, aunque debo reconocer que era realmente ahorrador en palabras.
Me invitaba a la huerta informándome de cuanto hacía en ella. En su generosidad, muchas veces me obsequiaba con un cestito de tomates y pimientos, alguna lechuga, pepinos ó calabacines. Yo agradecía de veras aquel gesto suyo, correspondiendo también con algún rico almuerzo que solíamos tomar en una cabaña de madera para los aperos de labranza que tenía en la huerta.
Me acostumbré a su compañía, a las pequeñas conversaciones que manteníamos, a sus silencios.
Me contó que a su hijo le gustaba mucho el trabajo de la huerta, que tenía muy buena mano y le había sido de mucha ayuda. Cuando me dijo que hacía dos años había muerto en un accidente, pude palpar casi la tristeza que asomó a su cara. Después se quedó en silencio. Yo también lo hice, no le pregunté por los detalles. Me pareció que el silencio era un lazo invisible que me unía a él en su dolor, que era un silencio de amigo,respetuoso, como de oración por el hijo perdido.
Un día decidió acompañarme en mi paseo hasta el monte, ya que,según me dijo,no tenía gran cosa que hacer y necesitaba “estirar un poco las piernas”.
Me agradó mucho aquella libertad que se había tomado, dejando cualquier labor a un lado para que hiciésemos el recorrido juntos. Me sorprendió el simple hecho de verle caminando, erguido y no agachado, con las manos libres ,dándose un respiro. Y me sentí importante, contento de que aquel hombre aparentemente poco sociable hubiera elegido mi compañía.
Con la llegada del frío, la tierra se tomó un largo descanso quedándose en letargo, desnuda de color.
Abandoné un tiempo mis paseos, debido al horario laboral que me impedía hacerlo por un lado, y al tiempo lluvioso y frío de la estación por el otro.
Una mañana recibí una llamada. Era la mujer de mi nuevo amigo. Me hizo saber que su marido llevaba unos días hospitalizado. Al parecer se debía a una dolencia cardiaca.
Fui a visitarlo aquel mismo día después de mi trabajo.
Tumbado en su cama de hospital me recibió con una sonrisa. Le cogí la mano. Respiraba con fatiga. A pesar de ello, hacía intentos para hablarme, ansioso por comunicarse conmigo. Traté de tranquilizarle haciéndole saber que no había ninguna prisa.
Hice intentos por ahuyentar mi miedo, pero su estado me preocupó. Temí por el futuro del hombre rudo y fuerte que había conocido y que ahora se encontraba inmóvil, postrado en una cama que no era la suya.
Por desgracia mis temores se confirmaron. Día a día, su estado fue empeorando sin remedio, hasta que un nuevo infarto acabó con él en un corto periodo de tiempo.
Me sumí en unos días de tristeza, de inactividad semejante a la de la huerta de mi amigo en invierno. Renegué de la vida, de lo injusta que era a veces con quien menos debía serlo. Sentí un profundo pesar por la mujer que, tras el funeral, me llamó invitándome a su casa donde dijo tener algo para mí.
Aquella tarde que acudía a la cita, al pasar por la huerta saludé al amigo como si aún estuviera en ella, resistiéndome al hecho de que no volvería a verlo más.
Ya en la casa, la amable mujer me recibió con un abrazo ,haciéndome pasar a la sala donde me sirvió un café con algunos dulces.
Conversamos sin prisa entre sorbo y sorbo del reconfortante café. Era envidiable el cariño que mostraba ella hablando de su recién desaparecido compañero de vida. Una mujer tan buena como valiente -pensé. Se sobrepondría al nuevo golpe que le acababa de dar el destino ,yo lo deseaba de veras.
Antes de despedirme , me entregó una carta que puso cuidadosamente en mis manos, como si de un delicado tesoro se tratase.
-”Mi marido escribió esta carta cuando estaba en el hospital. Me encargó que te la diese. Léela tranquilamente en tu casa, es para ti.”
Me despedí luego con un abrazo y con la promesa de volver a visitarla en breve.
Esa noche, sentado en el sofá de la sala, encendí la lámpara y me dispuse a leer la carta. Era breve, austera, propia de quien la había escrito. El pliego de papel temblaba ligeramente entre mis manos inquietas que se esforzaban por contenerlo.
“ Sabes que no soy hombre de muchas palabras. Siempre he sido bastante cerrado y, desde que me falta el hijo, lo soy mucho más. Se me hace difícil lidiar con esta amargura que no he podido quitarme de encima. A pesar de ello,
quiero que sepas que conocerte me ha dado algo de vida, de ilusión, y créeme si te digo que eres lo mejor que me ha pasado en estos últimos años. Gracias, AMIGO.”
No recuerdo cuándo lloré por última vez pero, al acabar la lectura de la carta, me he puesto a llorar como un niño. Siento mucha pena y a la vez un orgullo muy grande. Me han llamado amigo, y con mayúsculas, como nadie lo había hecho antes. Y me he quedado pensando, pensando en todo lo que significa la palabra más bonita del diccionario.
Karmele Uriarte