Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
El algodón sí engaña. No siempre, pero en ocasiones sí. Pasar la guata por una superficie aparentemente diáfana y comprobar que nada es lo que parece, que lo límpido a veces sólo es la antesala de lo mugriento, conforma una prueba famosa ya antes de que la popularizara el famoso “mayordomo de la tele” en un antiguo spot publicitario. El algodón siempre fue el hierro de las “pobres chicas” que tenían que servir, y el aliado de las señoras que, sistemáticamente a media tarde, practicaban la revisión del estado de las cocinas con la eficacia y contundencia de un sargento cuartelero.
Por el contrario, y paradójicamente, la moderna industria química -que para estos menesteres utiliza el seudónimo de “Droguería y Perfumería”- encuentra muchas más dificultades para desenterrar la pulcritud que la sabia naturaleza esconde bajo la sordidez. Nuestra era conoce y aplica con suficiencia pruebas como la del “carbono 14”, la de “la rana”, la ya mencionada “del algodón” o la más reciente “de antígenos”, pero aún no ha logrado establecer una capaz de descubrir si la suciedad encierra limpieza.
Si pasamos el algodón por los diversos escenarios en los que se representa el melodrama de la actualidad, comprobaremos con asombro que nuestras provisiones de ese material pueden resultar insuficientes para culminar con éxito la operación. Así, necesitaremos mucho, mucho algodón cuando entremos en el teatro político. Algodón de calidad, resistente, compacto y -sobre todo- absorbente; muy absorbente. Cuando nos sentemos en el palco y tengamos ante nuestros ojos las tablas donde actúan los actores de la economía, deberemos palpar nuestros bolsillos y extraer de ellos algodón de suave textura, blanco, muy blanco, porque la superficie que habrá que frotar es delicada y la luminosidad que desprende hace a veces pensar en un encuentro con lo impoluto. Si aún no estamos cansados, y deseamos acudir a la representación que se ofrece en el escenario social, deberemos dejar el algodón y pertrecharnos de vendajes. No cabe duda de que nos harán falta.
No obstante, si somos de los que aún creen que el optimismo puede ser una herramienta útil, y que tras la sordidez se esconde la transparencia, arrojemos a la basura todos los algodones y hagamos un esfuerzo por ver más allá de la superficie del lodo. Es probable que observemos que no todo es corrupción, que se mantiene viva la llama que le ha permitido al ser humano incluir en su acervo los términos “dignidad” e “integridad”, y que tras la entrada del virus surgen los anticuerpos, esos agentes que, como hemos podido comprobar hasta la saciedad en los últimos tiempos, posibilitan al organismo hacer frente a nuevas infecciones.
Y descubriremos también que la crisis es real, pero que, al mismo tiempo, algo se mueve al ritmo que marcan sones aún confusos, sonidos que llegan desde los pulidos pavimentos de los concesionarios de automóviles, desde las pantallas de ordenador de los mercados bursátiles o desde los comedores y habitaciones de los restaurantes y hoteles que esperan ya la llegada de los turistas. Comprobaremos asimismo que, a pesar de la pérdida de la brújula, la sociedad tiende a orientarse al Norte, porque el instinto de supervivencia colectiva es superior a la fuerza que arrastra al camino de la autodestrucción.
Podemos optar por una alternativa u otra. Convertir el algodón en el protagonista de una prueba, que se practica de manera ritual todos los días, o utilizarlo para restañar heridas que ya han hecho perder excesiva sangre.