Por Juan Diego Botto vía elDiario.es
Ser tolerantes con la censura, aceptarla con la esperanza de negociar con los censores, es ir abriendo la puerta a la derrota. La historia nos enseña que se empieza cancelando textos y se termina cancelando personas
El 5 de junio de 1929 varios policías abrieron las puertas del teatro en el que Federico García Lorca estaba a punto de estrenar una de sus primeras obras de teatro, subieron al escenario y proclamaron categóricos que el estreno quedaba cancelado. Se acusaba al texto de ser pornográfico, y a la compañía de faltar el respeto a la monarquía. El manuscrito fue requisado y prohibida su exhibición, publicación y representación. Se trataba de la obra “Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín”, y quien la haya leído o visto sabrá que allí no hay pornografía de ningún tipo, forma o manera. Esto ocurría durante dictadura de Primo de Rivera
Unos años más tarde las derechas trataban de boicotear el estreno de una de las obras magnas del poeta granadino: “Yerma”. Iniciaron una feroz campaña contra él plagada de incendiarios editoriales, pero no pudieron impedir que la obra se convirtiera en un gran éxito.
Hoy nos parece increíble que alguien quisiera cancelar un texto que ya es parte del patrimonio cultural español como lo puede ser El Quijote, pero cada época tiene sus censores. Nuestro tiempo no es una excepción. En la última semana y media hemos visto varios actos de censura en el mundo de la cultura. Todos tienen en común la motivación ideológica.
Se ha cancelado la representación de una obra de Lope de Vega por sus “insinuaciones sexuales”. En Valdemorillo (Madrid), se ha suspendido una representación de Orlando de Virginia Woolf, una obra que reflexiona sobre rol de la mujer en la sociedad. En Briviesca, Burgos, se ha cancelado la obra “El mar: Visión de unos niños que no lo han visto nunca”, que narra la historia de un profesor republicano.
En una localidad de Cantabria se suspendió la proyección de un película de animación porque en unos fotogramas que ocupan alrededor de 5 segundos dos mujeres se besan. En Mallorca se retiró la representación de NUA, una obra que reflexiona sobre los trastornos alimenticios.
La lista es larga y podemos remontarnos más atrás y recordar el caso de Paco Bezerra en los teatros del Canal, el concierto de Pedro Pastor en Aravaca (Madrid) o por supuesto aquel episodio en el que un grupo de titiriteros fueron llevados ante la Audiencia Nacional acusados de enaltecimiento del terrorismo simplemente por hacer teatro. Quizá la mejor lección que podamos extraer de aquello es que flaquear en la defensa de la libertad de expresión es abrir la puerta al marco de la extrema derecha. Frente a los ataques a la libertad de expresión hay que ser contundentes y firmes.
La extrema derecha en todo el mundo está entregada a lo que llaman la batalla cultural. Una batalla ideológica con la que pretenden no solo imponer su angosta visión del mundo y las relaciones humanas sino además, y sobre todo, usarla de catapulta para conquistas electorales.
El eje de sus programas sigue sustentándose en la voluntad de servir a los intereses de grandes corporaciones, conglomerados financieros y tenedores de inmuebles o tierras. Pero nadie hace su campaña aludiendo a la voluntad de hacer más ricos a los ricos o de desmantelar los servicios públicos para entregar esos recursos a empresas privadas. La batalla se da en el aspecto cultural, entendiendo la cultura en sentido amplio.
Hoy en día la extrema derecha cabalga sobre temas como el rechazo al feminismo, la negación de la memoria histórica y la necesidad constante de borrar cualquier debate sobre el carácter represor y genocida del levantamiento del 36 y la posterior dictadura, la negación de los debates sobre sexualidad, el odio a los migrantes y el constante temor de la ruptura de España. Ese es el eje y casi la exclusividad de su discurso.
Es una obviedad señalar que cuando se censura una obra de teatro, una película, una novela o un concierto… no se está castigando sólo a esa compañía, ese cantante o esa novelista, sino que se está privando a la sociedad en su conjunto de la posibilidad de una mirada distinta sobre el mundo. La defensa de la pluralidad de miradas en la cultura tiene que ver precisamente con la salvaguarda de algo esencial en democracia: la reflexión, la posibilidad de cuestionar lo existente e imaginar otros caminos posibles.
Muchos podrán replicar que no todas las obras que se censuran son obras maestras. Y eso es inobjetable; sin embargo, necesitamos de esas obras que no son obras maestras porque quizá ellas iluminen otras que sí lo serán. En los procesos culturales ocurre como en la física o las ciencias naturales. Fue en un experimento menor en los laboratorios Bell que dos científicos encontraron por casualidad el Fondo Cósmico de Microondas, la evidencia más contundente sobre el Big Bang. Fueron otros experimentos sobre la luz los que llevaron a Einstein a proponer su teoría de Relatividad Especial.
En la cultura ocurre lo mismo. Obras aparentemente menores pudieron inspirar otras que han cambiado el curso de la historia, que nos han acercado a mundos nuevos o revelado secretos del corazón humano.
Ser tolerantes con la censura, aceptarla con la esperanza de negociar con los censores, es ir abriendo la puerta a la derrota. La historia nos enseña que se empieza cancelando textos y se termina cancelando personas.
Es también una obviedad señalar que no es lo mismo criticar, debatir, discrepar fervorosamente, incluso boicotear desde la platea una obra artística que usar el poder institucional para censurar e imposibilitar la exhibición de la misma. Un concejal de cultura tiene mucho más poder real que mil tuiteros. La crítica, el debate, por acalorado que sea, forman parte del proceso democrático; la prohibición no. Las instituciones deben velar por la libertad de expresión artística.
A Federico García Lorca quisieron cancelarlo por su compromiso con la República, por el rol que daba a la mujer en sus obras, siempre cargadas de deseo y ansias de libertad. Dijeron de él que vivía del dinero público cuando se embarcó en La Barraca. Les molestaba su homosexualidad y no toleraron su apoyo al Frente Popular. El odio sembrado durante años contra él desembocó en su fusilamiento y “desaparición” el 18 de agosto de 1936, cuando se cumplía un mes del golpe militar franquista.