Por Mikel Pulgarín– Periodista y Consultor de Comunicación
Hay que reconocer que tanto el capitalismo como el comunismo nos pillaron siempre un poco lejos. Los dos movimientos que revolucionaron el mundo eran observados desde aquí con cierto distanciamiento. Acostumbrados a saltar del tren del feudalismo al de la autarquía sin pisar el andén, nuestros ancestros miraron con desconfianza las consignas y recomendaciones lanzadas por los seguidores de David Ricardo y Carlos Marx. A fin de cuentas, disponían de “señoritos”, que tenían poco que envidiar a los orondos financieros neoyorquinos, y de “mozos de cuerda”, que ya los hubiera querido para sí Lenin cuando planeaba el asalto al Palacio de Invierno.
Al final todo quedó reducido a lo que podría denominarse como “fetichismo simbólico”. Es decir, a una suerte de serpiente cruzada por dos barras y a una hoz entrelazada con un martillo. El resto, las formas, las maneras de actuar, la filosofía, la cultura y el planteamiento existencial ante la vida, inherentes a esos dos movimientos, se convirtió en una especie de cáscara de nuez que se desprecia por amarga y dura.
Con esa experiencia histórica resulta normal, o por lo menos comprensible, que ahora, pasados los años, los que formamos parte de las generaciones herederas de aquella época tengamos dificultades para seguir las reglas que marca la etiqueta capitalista, vencedora de la batalla con el comunismo, su primo pobre. Nos esforzamos por estar al día, por no hacer el ridículo, pero nuestra torpeza es manifiesta. Salvo las excepciones de aquéllos que heredaron genes especialmente adiestrados por años de entrenamiento, y de los listos provistos de inusitada capacidad de adaptación y emulación camaleónica, el resto sobrevivimos, con más pena que gloria, a la pertenencia a un club que se nos queda grande.
A nuestros dirigentes les pasa tres cuartos de lo mismo. Acostumbrados durante siglos a tener en la Iglesia el referente máximo de lo que podían toparse en el camino, se dieron primero de bruces con las multinacionales, hijas predilectas de aquellos capitalistas que paseaban sus chisteras por las aceras de un Nueva York excesivamente lejano para nosotros, y después con los nuevos imperios creados en las nubes por los llamados “gigantes tecnológicos”, personalizados en marcas como Google, Amazon, Meta, Apple o Microsoft. Se observa con claridad que nuestros gobernantes, ya sean nacionales o continentales, desconocen los hábitos de esas mujeronas, acostumbradas a ser miradas y no tocadas y, mucho menos, reprendidas. Deslumbrados por sus carnes prietas y bien cuidadas, se prestaron con avidez a atiborrarlas de champán y caviar. Mientras tanto, en casa, atadas a la pata de la cama, las sacrificadas madres de sus hijos apuraban platos de legumbres y esperaban con ansiedad una mirada, un gesto de cariño.
Ahora, como todo en esta vida, el champán y el caviar se han acabado. Y no porque se hayan agotado las existencias, sino porque se han difuminado las posibilidades de adquirirlo. Sin delicatessen las hijas del de la chistera no reciben. Y los que antes las adulaban, ahora descubren, no sin rubor, que detrás de aquella relación no había amor, ni cariño, ni tan siquiera atracción. Sólo interés. ¡Si te he visto no me acuerdo, y a otra cosa, mariposa!