Por Tono Álvarez-Solís
En todo viaje que tiene consecuencias espirituales, deviene el fenómeno iniciático.
La iniciación es una visión diferente bajo una nueva luz. Tal ha sido el caso de mi viaje a Euskadi para recoger un premio in memoriam concedido a mi padre, Antonio Álvarez-Solís, por la asociación de periodistas de Euskadi.
Hacía años que no nos veíamos y sólo hablábamos intercalando largos períodos de tiempo. Nuestra mutua comprensión intelectual nunca encontró el derrotero para la manifestación afectiva. Cuando llegué a Bilbao, para mi estaba muerto. Pero cuando volví a Barcelona, supe que él viviría para siempre sobre los valles y montes de Euskal Herria.
Allí encontró el puerto de recalada definitiva y una patria comprensible. Las patrias han de ser comprensibles, no se pueden limitar a un hecho administrativo y a un sentimiento desordenado de pertenencia a no se sabe qué. Fue un vasco por decisión propia y por adopción de una gente que le amó.
Y así llegué al final de la vía por donde había transcurrido un período de mi vida. Cuando el tren se detenía poco a poco en Abando, ya intuía que encontraría algo que iba más allá del objetivo formal del viaje. Julio Flor y Javier Madrazo me estaban esperando. Me hablaron como si siempre hubiéramos hablado, y sonreían como quien posee algo que tú no sabes y que te pueden transferir, algo que no posees pero que es vital.
A falta de dos horas para el acto al que había sido convocado, me acompañaron al hotel y a comer. La conversación se transformó muy sutilmente en un interrogatorio. Quieren saber con quién hablan. Madrazo procede meticulosamente y con precisión jesuítica. Julio lo encapsula todo. Es una personalidad fundamentalmente nutricia, que aporta fuerza, confianza y estabilidad. Se le quiere enseguida aún antes de tener un motivo claro. Tengo la visión de dos sacerdotes de algún rito pre-cristiano. Lo veo: Son los guardianes de la herencia intelectual y espiritual de mi padre. Son sus amigos.
Ya en los preámbulos del acto, fotos, presentaciones. Una eficacia muy europea. Flota en el aire una amistad antigua, la tolerancia. Gente de diferentes familias políticas se profesan un respeto que hoy es un bien escaso. Pasamos al salón de actos.
Los premios son de periodismo, pero de lo que se habla en realidad, es de la dificultad creciente de trasladar la realidad de una forma veraz. No tendría que ser el buen periodismo una actividad heroica. Pero lo es. Recompensas afectivas para lo que no podrá ser nunca compensado. Aplausos y cariño, recuerdo y solidaridad para recordar que en el oficio puedes encontrar cárceles polacas, detenciones y torturas a mayor gloria de las democracias liberales.
Estaba yo en esas cavilaciones, cuando llegó el turno del premio a mi padre, y la magia se apoderó de todo.
Presentó el premió el Lehendakari Ibarretxe. Su apariencia es frágil, pero lo envuelve un aura de jefe de un pueblo antiquísimo. La palabra, suave, es al tiempo, como su mirada, acerada como una bayoneta. Es balsámica y tiene algo de chamánica. Maltratado políticamente en Madrid, salió indemne i con su figura acrecentada.
La imagen de mi padre preside el espacio desde la pantalla del fondo, mientras Ibarretxe oficia la liturgia. Cobra vida y me habla: “Recuerda que el pueblo vasco no ha sido nunca vencido. Ha visto nacer imperios y civilizaciones. Y los ha visto morir. Sic transit gloria mundi. Rodeado siempre por naciones más jóvenes y bárbaras, siempre ha vivido y vivirá sobre su tierra, porque esta tierra es sagrada y su alma incognoscible. Tiene la perspectiva del tiempo”
Acabado el acto, aún soy acompañado al día siguiente, por Javier Madrazo y Julio Flor. Ahora sé lo que me tenían que conferir: piezas del puzle que siempre es el ser humano. La idea de mi padre tiene ahora más perfil, más volumen, más textura. Para mí, no sólo ha sido un acto. Ha habido un pre-acto y un post-acto. Una ceremonia iniciática en la que he sido el recipiendario. Regreso a Barcelona más completo y un poco más sabio.
Y tal ha sido la cosa y así la he vivido