Por Cristina Maruri
Queda fuera de los habituales circuitos. A menudo quieres visitan Tanzania, lo hacen atraídos por el Kilimanjaro y por los safaris fotográficos. Gnorongoro, Serengeti, Tarangire…
Desde luego son puntos fascinantes e imprescindibles; imperdibles, pero esta tierra para mí, del África más africana, contiene otros paraísos por descubrir.
En la escasez de mi tiempo, hube de renunciar a un parque nacional, y opté por el Serengueti debido a su extensión, y con ese par de días disponibles, pude desplazarme hasta el poco concurrido Lago Natron.
Puedo decirte cómo y con quién empecé mi viaje: Naibala.
Mustafá y yo lo recogimos en un cruce de caminos (porque decir carreteras sería desde cualquier enfoque pretencioso), y destacaba, mirara quien lo mirase. No por su altura sino por su atuendo. De Masái modernizado. Como a la moda. Porque, aunque sus telas lo fueran de cuadritos rojos y blancos, el estampado y el algodón eran diferentes. Y se encontraba adornado con abundantes abalorios, predominantemente plateados, que enviaban destellos a discreción, ya que el sol castigador también se fijaba en ellos.
Joven y robusto, lucía sonrisa incompleta, porque carecía de un diente central que anclarse a la mandíbula inferior. En días sucesivos pude conocer, que era una característica de la tribu masái, debido a que atajan las infecciones bucales mediante la extracción del incisivo, para aplicar directamente y mediante jeringuilla, el antibiótico correspondiente en la encía.
Pero lo que más llamó mi atención fueron sus sandalias. Como los abalorios, también confeccionadas por las mujeres. Eran preciosas. Sostenibles, ergonómicas y de diseño. Manufacturadas con bolitas de colores, piel de vaca y… trozo de rueda de ciclomotor. Para patentar.
Y así en el asiento de atrás de un Todoterreno un tanto achacoso, y precedida de Mustafá que conducía y de Naibala que parloteaba, nos encaminamos hacia nuestro destino.
A través de las ventanillas abiertas, entraba al igual que el polvo la vida. Colores, olores y sonidos, mientras me protegía del sol con pamela y crema, y de los mosquitos, con repelente extrafuerte rociado hasta en los calcetines.
A botes fuimos dejando la población. Sus casitas, chozas, puestos y trajín. Tenderetes a pie de pista, pues ni asfalto ni aceras se hallaban. Plantaciones de arroz y de bananas. De estas últimas, Tanzania cuenta con más de 30 subespecies. Todas deliciosas y una harto llamativa: la de color rojo.
Poco a poco se fue alejando la civilización y bocinas y griterío se sustituyeron por el trinar de los pájaros. Pero era la vista la que más descansaba sobre el verde de los interminables pastos, solamente interrumpidos, por el denominado Christmas tree, porque florece encarnado en estas señaladas fechas.
Mis acompañantes hablaban lo que yo no entendía, pero poco importaba a quien se había perdido en el ensoñador paisaje, y corría al igual que lo hacían los masáis, que en el camino nos encontrábamos.
Cuidando de su ganado, puntitos escarlata con su cayado, más de 500.000 y en su mayoría cristianos. Polígamos y nómadas.
Continúo corriendo, asciendo volcanes y desciendo por sus cráteres en un imperturbable verde de hierba, arbustos y praderas, ahora salpicadas de florecillas blancas. Y cruzo ríos de abundantes aguas, producto de las trombas que arrecian al atardecer, iluminadas por rayos. Dos horas que transcurren en un parpadeo. Jirafas y cebras; libres.
A medida que nos acercamos al primigenio e inexplicable lugar, la tierra ocre se torna gris, deriva del granulado de lava, arena y conchas; divisando en el horizonte y envuelto en el velo de la evaporación, un enorme lago salado, rodeado de montañas sagradas y absolutamente mágico.
Son los flamencos blancos y rosados que lo pueblan, sus únicos moradores, y por un momento mi mente retorna a Kenia y a Nakuru. A los paisajes que recorrí tras los pasos de Karen Blixen, como lo hago ahora tras Ernest Hemingway.
Despacio me aproximo, cuidando no resbalarme por el fango, y sigilosa me acerco para que no asustarlos, para seguir escuchándolos y observándolos. Cómo se alimentan de algas, cómo doblan sus rodillas de manera inversa. Embebida me encuentro, en una belleza y naturaleza virgen que no parece tener principio ni fin.
No hay signos de civilización, alejadas quedan las huellas milenarias de Engaresero y la aldea. Somos solamente ellos y yo, en un idilio tan onírico y fantástico, como desearía interminable.
Pero no hay quien detenga el reloj, Naibala me hace gestos para que regrese y pose mi alfombra voladora en el suelo de la realidad.
El calor no da tregua y el botellín de agua recalentada que extraigo de la mochila me alarma, porque está a punto de fenecer. Soy obediente y regreso.
Pero lo hago sin dejar de mirar a mis espaldas. Pocos lugares he encontrado con tanta paz y verdad, al igual que las mujeres que lo habitan y con las que me topo, porque parece que han vaciado la aldea, para inundar la orilla.
Se asientan en el lodo conformando una media luna, y me exhiben además de sus sonrisas, su laboriosa y reconocida artesanía. A voces reclaman mi atención y mi compra.
No creo que pueda elegir, ni tampoco quiera. Cedo mi dinero y lugar a su jefe. Porque Naibala, conoce perfectamente a su gente y sus necesidades, que son muchas, por eso recopila algunas pulseras y distribuye todos los chelines.
Se forma un gran alboroto, pero el pódium de la experiencia se muestra en nuestra despedida. Una oda entrañable y maravillosa de fraternal hermandad, que para siempre perdurará en mi memoria y corazón.
Entre risas y abrazos abandonamos juntos el lago.
Ese lago al que he de regresar.