Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
En la imagen aparece un grupo de chabolas-basurero. En el tejado de una de ellas, del que pende la inevitable antena de televisión, un cartel indicativo: «Cañí Council». Enfrente, una retorcida chimenea que cobija a un gato asustado. En el centro, un desaliñado jovenzuelo, descalzo y con el hatillo al hombro, se dirige a un curioso personaje, despeinado, mal afeitado y con un retorcido «trujas» entre los labios: «Buenas, ¿es aquí donde se matricula uno p’al máster de supervivencia?». El otro responde con contundencia: «Corresto».
No es una imagen de la vida real, pero casi podría serlo. La realidad es, en ocasiones, mucho más cruel. Es una viñeta del añorado Forges, publicada hace muchos años en un diario de tirada nacional, con la que me he vuelto a encontrar. Una representación que, vista hoy, constata dos hechos. Primero: que, a pesar del tiempo transcurrido, mucha gente lo sigue pasando igual de mal o peor que antes. Segundo: que la “mastermanía”, fenómeno entonces incipiente, ha calado hondo entre nosotros.
Es este un término que nos sigue pareciendo extraño, ajeno, a los que formamos parte de aquellas generaciones regidas por el esquema básico de “son cinco años de carrera, más la especialización”. Quién iba a pensar que aquello de la especialización se llamaría máster con el discurrir del tiempo. Antes la coplilla decía que “si no tienes un duro no te hace caso nadie”. Eso sigue siendo cierto, pero, además, ahora, los anuncios de ofertas de trabajo gritan que “si no tienes un máster, ¡ni se te ocurra!”.
Los hay para todos los gustos, condiciones y ambiciones. Másteres en dirección de empresas (el de más solera), en medio ambiente (el más responsable), en informática, en las más diversas técnicas y tecnologías, en recursos humanos, en el campo jurídico e, incluso, en periodismo. Unos gozan de gran prestigio. Otros aún están por demostrar sus cualidades. Lo cierto es que la oferta se ha multiplicado de manera geométrica y, claro está, todas aquellas ventajas y paraísos que se prometían a los aspirantes a másteres han quedado reducidas, también de manera geométrica.
En estos momentos, ser poseedor de un máster puede ser ventajoso, sobre todo si el título está certificado por una institución de las de solera y prestigio. Pero, en una gran parte de los casos, su inclusión en el curriculum, además de servir para dar brillo y esplendor, apenas motiva reacciones entre los que deben decidir quién es el candidato idóneo para ocupar un puesto de trabajo.
No obstante, y a pesar de las dudas que puedan surgir sobre un mercado de másteres con niveles más que probables de inflación, la “mastermanía” ha dejado su huella. El máster puede no ser útil, pero, eso sí, es requisito de obligado cumplimiento a la hora de acceder al lugar que ha de permitir el “modus vivendi”. Vamos, que no coloca, pero que posibilita rellenar el formulario de solicitud de empleo.
La “mastermanía” ha generado, como suele ocurrir con todos los fenómenos que terminan en manía, sus propios expertos, especialistas en crear sistemas de autoalimentación. Personas de profesión “sus másteres”, que deambulan mañana y tarde por aulas que lo mismo enseñan las nuevas técnicas del “Just in Time”, el decálogo del gestor ecologista o cómo fabricar una máquina sin tornillos, salpimentado todo ello con nociones básicas de cómo llegar a la Quinta Revolución Industrial sin pasar por la Cuarta.
Propongo la creación de un máster en másteres. Sería la cuadratura del círculo. Yo me apuntaría sin dudarlo.