Por Mikel Pulgarín- Periodista y Consultor de Comunicación
Arrasó durante las décadas finales del siglo XX en el Reino Unido y los Estados Unidos, y la Europa continental tampoco le hizo ascos. Sus seguidores se contaron por millones. A caballo entre el movimiento hippy y contracultural de los 70, el espiritualismo esotérico de los 80 y el ecologismo naturalista de los 90, sus tentáculos se extendieron al terreno de la religión, la música, la literatura, el diseño, la moda, el estilo de vida… Era la biblia de los desencantados, de los cansados y de aquellos que buscaban la evasión de la cruda realidad por la vía rápida de la abstracción. Se trataba del “New Age”, la Nueva Era de Acuario, la vuelta a los orígenes de la espiritualidad, una mirada al interior, el rescate de los valores eternos y, por qué no decirlo, un gran negocio.
Enmascaró sus creencias y espíritu entre los pentagramas de más de una partitura. En el compact-disc encontró su mejor aliado. Fue música nítida, sin palabras, susurrante como el viento, profunda como los sentimientos, relajante como un masaje, liberadora como el grito. Después se transformó en papel, en libros que coparon los primeros puestos de los rankings de venta. Sólo había que darse una vuelta por quioscos y librerías para corroborar lo acertado de esa afirmación. Más tarde dejó su impronta y estilo en diseños, decoraciones, identidad visual, tendencias…
¿Qué encontraban los lectores de la época en esos títulos? ¿Qué extraño poder de atracción ejercía la denominada “música New Age” sobre los millones de seres que compraban aquellos discos? ¿Qué buscaban quienes vestían las ropas o admiraban los iconos generados por este movimiento? Nadie lo sabía con certeza. Cualquier respuesta era posible, pero la intuición colectiva decía que tenía mucho que ver con el sosiego, la resignación, la esperanza y el consuelo a tanto mal de muchos. Eran razones relacionadas con el final de una época y la llegada de otra nueva, con el advenimiento del nuevo milenio que amenazaba con arruinar la salud mental y física de los moradores de tan especial momento. Y es que, desde que el mundo es mundo, en tesituras difíciles, como aquella que se vivía ante las postrimerías del siglo y el inicio del milenio, el personal siempre se ha agarrado a un clavo ardiendo, aunque el precio a pagar por éste sea caro; ¡y vaya que si lo era!
En el año 999 de nuestra era, justo antes de la más que segura llegada del fin del mundo, las masas de pobres que poblaban la Europa cristiana imploraron la indulgencia divina en las iglesias a golpe de jaculatorias histéricas y de alaridos de pavor, mientras que los poderosos y pudientes penaron sus culpas terrenales con grandes banquetes y alegres cuchipandas, pues desde siempre es sabido que el miedo al colesterol y al ácido úrico disminuye de manera proporcional al incremento de la certeza de que los días de vida están contados. Transcurridos los primeros días del nuevo milenio, y constatado que el sol seguía saliendo por Antequera, todos se olvidaron de sus pecados culpables y volvieron a sus antiguos quehaceres; aquí paz y después gloria. Eso sí, sendas maneras de enfrentar lo inevitable, con sus lógicas evoluciones y refinamientos, se han mantenido hasta nuestros días como las opciones más fiables en el ranking de los grandes remedios.
Mil años después, en los confines del 2000, y ante la amenaza de un nuevo Armagedón, en este caso con consecuencias más psíquicas que físicas, por no hablar de las informáticas, los que vivimos aquel momento dejamos en el olvido el recurso a las juergas y jaranas que tantas alegrías habían proporcionado a nuestros ricos antecesores en la Edad Media (estábamos empeñados en ser los más sanos del cementerio), y optamos por emular a los menesterosos con un simulacro de auto de fe, pero está vez pagando entrada. Nos enganchamos al “New Age” y a otras prácticas, más o menos legales, que por entonces proliferaban, como si de un bálsamo mágico aliviador de grandes males se tratara, y lo único que conseguimos fue abotargar las mentes y aligerar nuestras carteras, eso sí, logrando, a pesar de las adversas circunstancias, mantener unas aceptables analíticas. Y es que ya se sabe que el camino de la salud, y más si es la del espíritu, siempre ha requerido de grandes privaciones y de no menores desembolsos.
Nuestro gozo en un pozo. Tampoco entonces nadie supo por qué, pero lo cierto es que la Nueva Era no logró superar las fronteras del nuevo milenio. En poco tiempo se disolvió como un azucarillo en una taza de café caliente. Al finalizar la década de 1990, el movimiento “New Age” pasó de ser objeto de fervor a convertirse en simple materia de curiosidad para sociólogos y estudiosos de las religiones. Y ahí se acabó el fenómeno, aunque aún persistan algunas trazas de este, sobre todo en la música. Ya nadie habla ni se acuerda de él. Mi madre diría que es el signo de los tiempos.
Ahora, a punto de superar el primer cuarto del partido, cuando ya hemos perdido la cuenta de los desastres, desgracias y amenazas que, un día sí y otro también, nos salen al paso; ahora, cuando asistimos aterrados a una suerte de apocalipsis en diferido, no puedo evitar rememorar aquellos tiempos del “New Age” y de otras creencias hermanas. Qué no daría yo por recuperar aquél ingenuo optimismo, la vuelta al karma, a la meditación trascendental, al chamanismo, al panteísmo o al sursuncorda. Cualquier cosa me vale con tal de que ayude a acabar con tanta estulticia, tanta vacuidad y tanta falta de sustancia colectivas. Y si para lograrlo hay que volver a las jaculatorias y a los alaridos, pues se vuelve; aunque reconozco que soy más de banquete y cuchipanda, mal que les pese a mi ácido úrico y a mi colesterol.