Por Carmen Torres Ripa
De nuevo estamos en guerra. Pero ¿cuándo hemos tenido paz? Ahora es Ucrania, antes ha sido Afganistán, Yemen, Siria, miles de aldeas y pueblos de África y Asia. Siempre hay guerra, siempre hay volcanes que se enfadan con la tierra y, siempre, nos olvidamos de los que están (siguen estando) debajo del volcán. No se han solucionado sus problemas, pero somos olvidadizos y nos ponemos al frente de un nuevo proyecto que no va a ningún sitio. “No a la guerra”. Cuántas veces hemos dicho las mismas palabras. Cuántas veces hemos ido a manifestaciones pidiendo paz, reivindicaciones feministas, libertad en el amor. Cuántas veces hemos pedido ayuda para los refugiados. Cuántas veces nos creemos profetas en una tierra de nadie.
Cuántas veces hemos criticado a los políticos. Cuántas veces hemos gritado contra la corrupción. Cuántas veces… Miles de veces. No sé qué podemos hacer, porque juntos hemos hecho este mundo distorsionado donde gritamos paz y miramos, por encima del hombro, a todos los indigentes que van aumentando en nuestra vida cotidiana.
Sé escribir, pero no sé solucionar. El mundo no ha cambiado y nosotros tampoco. Napoleón puede ser Putin y Robespierre el presidente de los EE.UU. Lo único que cambia son los vestidos y los decorados. Somos la multitud desgreñada y chillona que estaba en la Bastilla. Somos los que asistimos impasibles a un “juicio de Dios” donde quemaban vivo a un inocente por no besar una cruz. Seguimos asistiendo a sacrificios de fuego de periodistas, lo único que han hecho es informar de las atrocidades que veían y, a esos corresponsables valientes, les pagaban sueldos de becarios. Somos los mismos que vemos y aceptamos la gran corrupción y sufrimos los pequeños números rojos de unos infelices sin quejarnos.
Hemos perdido la brújula. Para tranquilizarnos damos 20 euros a los niños de África, mandamos ropa a los que han perdido la casa en La Palma. Siempre sigue habiendo Haitíes y Angolas que no vemos.
No sé qué podemos hacer por evitar que adolescentes se enfrenten en guerras que ni les va ni les viene. Por obligación, van a matarse unos a otros sin conocerse. No podemos hacer nada, para que no se sigan vendiendo armas. No sé qué hacer por los hombres y mujeres que ayer, vivían confortablemente dentro de sus casas, y hoy, se convierten en refugiados en campamentos sin condiciones. Hombres y mujeres, como usted y como yo, que no encuentran un lugar en la tierra para volver a vivir, simplemente vivir. Póngase en la circunstancia de una familia con niños pequeños -usted, por ejemplo-que tiene que huir, no sabe a dónde, y con una maletita que no contiene ni lo indispensable.
La impotencia es espantosa, pero seguimos diciendo: “No a la guerra”, mientras la guerra se va acercando cada día un poquito más a nuestro país.
No sé qué podemos hacer viendo tanques en ciudades que hace unos días eran paseos y jardines donde jugaban los niños. No sé lo que podemos hacen ante un pueblo asediado que aprende a hacer bombas caseras -¡bombas casera!- para defenderse.
No sé qué hacer cuando oigo a políticos de todo el mundo planes para solucionar enfrentamientos en organizaciones internacionales. Palabras, palabras y palabras. Letras, letras y letras. No sé quién nos puede ayudar a parar esta locura colectiva. No sé cómo hacer oír nuestra voz baja, que no sale con fuerza de nuestras bocas. Las van tapando los morteros.
Estamos todos enfermos y nos creemos sanos. No nos admiten en ningún hospital. Somos demasiados los que hemos perdido el rumbo y nos hemos alejado del camino recto. ¿Cómo hemos llegado aquí? Pues lentamente, sin darnos cuenta de que nuestro “no a la guerra” era una simple frase repetida desde el principio del universo. Y no sé qué se puede hacer. No sé a quién podemos pedir perdón y ayuda. Así vivimos los que vivimos.
La guerra y la paz son una misma palabra. Como una novela de infelices protagonistas. De adolescente, me gustaba mucho leer y releer “Guerra y paz” de Tolstoi. En mi imaginación me veía como una Natacha ingenua que ve pasar las páginas del libro sin querer meterse en ningún personaje. He cogido la novela de la biblioteca y veo una niña que prefería huir de la realidad y refugiarse en la locura. Me van quedando frases sueltas de la novela “una ciudad ocupada por el enemigo es como una doncella que ha perdido el honor”. Cierro los ojos y veo tantos pueblos violados que no soy capaz de enumerarlos. “En las batallas precedentes -decía el escritor ruso- no había pensado en la posibilidad del éxito, más ahora imaginaba numerosas probabilidades desgraciadas y no podía por menos que esperarlas todas”. Ciertamente puede ocurrir todo y sigo sin saber qué hacer. Encuentro otra frase perdida en uno de mis libros favoritos: “Todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo”. Posiblemente no entendí en su día la profundidad de estas líneas que ya tienen los bordes amarillos. Siempre hay que releer el pasado para pensar en el futuro. No quiero ir detrás de una pancarta que diga “No a la guerra”. Es una hipocresía. Borja Villaseca, más cercano que Tolstoi, dice lo mismo: “Se tú el cambio que quieres ver en el mundo”.