Por Julen Goñi, Catedrático de Filosofía de EEMM y miembro de DMD-DHE
Con la aprobación de la LORE, ley que va a permitir que en determinados casos se ponga en práctica la ayuda a morir, las instituciones y personas que están en contra de la misma se afanan por encontrar argumentos que la hagan inoperante, ya que no han podido evitar su aprobación. Por ese motivo, están reclamando la objeción de conciencia. Desde un punto de vista ético, resulta sorprendente que quienes, como la jerarquía de la iglesia católica y sus incondicionales fieles, nunca han apoyado la objeción de conciencia a la guerra, al servicio militar o a las obligaciones que sus creencias han impuesto a toda la ciudadanía durante siglos, llegando incluso a negar la apostasía, aparezcan ahora como abanderados e impulsores de ese derecho. Pero, aparte de esta contradicción ética, existen otras cuestiones ligadas a la objeción de conciencia que merece la pena aclarar.
La Constitución Española recoge en su artículo 20 el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional de los profesionales de la información, y en el 30 el derecho a la objeción de conciencia, pero referida a la realización del servicio militar. Los padres del texto no previeron otra objeción en el horizonte, lo cual no dice mucho en su favor, y obligaron al Tribunal Constitucional a que decidiese, caso por caso, las distintas demandas de objeción de conciencia que han ido surgiendo, como, por ejemplo, el caso del derecho al aborto o el derecho de los Testigos de Jehová a negar la transfusión de sangre cuando exista peligro de muerte.
Ahora, quienes están en contra de la LORE anuncian su objeción de conciencia y animan a otros a hacerlo, contraviniendo la “individualidad” y “privacidad” que es exigible a la objeción, y pasando a convertirla en desobediencia civil, que no está protegida por ninguna ley Sin embargo, esa posibilidad de objetar ya les es concedida gratuitamente en el texto legal, al igual que ocurrió en el caso de la objeción de conciencia al aborto. Y digo gratuitamente, porque, a diferencia de la objeción al servicio militar, que estaba penada con la obligación de realizar una “prestación social sustitutoria”, quienes la ejerzan a la ley del aborto o a LORE no deberán realizar ninguna actividad sustitutoria, ni tendrán ningún tipo de sanción por ello, contrariamente a lo que debería ocurrir, según afirman autores reconocidos al respecto (“Tampoco pretende el objetor la exoneración de un deber jurídico, lo que atentaría contra el principio de igualdad, sino la sustitución de este deber por otro deber social, incluso, si es preciso, más oneroso que el deber excepcionado”. La objeción de conciencia. Ramón Soriano). Por eso, es preciso que el rechazo a la ley aprobada en el Parlamento tenga algún tipo de repercusión en las personas que lo ejercen en el ámbito de la Sanidad Pública o privada subvencionada, ya que, en caso contrario, otras muchas podrían objetar alegando motivos de conciencia, cuando en realidad estarían buscando ser eximidos de una actividad que puede no ser de su agrado, y obligando de paso a otras personas a cubrir el vacío que ellas provocan.
Para solventar esta situación claramente injusta, y siempre refiriéndonos al ámbito de la sanidad pública o subvencionada con fondos públicos, se deben distinguir dos situaciones: una, la de las personas que ejercen como médicas, o están cursando la carrera de medicina en el momento de la aprobación de las leyes y, dos, la de quienes no ejercen o no la están cursando en ese momento. La objeción de conciencia solo debería ser aceptada para el primero de los casos, porque cuando esas personas iniciaron su vida laboral no existían las leyes que obligan, en determinadas circunstancias, a ayudar a morir o a abortar. Aun así, las personas objetoras deberían suplir a aquellas que sí están dispuestas a cumplir la ley en tareas que supongan un tiempo similar al que estas últimas dedican al cumplimiento de la misma.
En el segundo supuesto, es decir, en el caso de las personas que comienzan sus estudios de medicina después de la aprobación de la LORE o de la ley del aborto, no debería aceptarse la legalidad de la objeción de conciencia, porque en ambas leyes se recoge que las prestaciones de ayuda para morir o de anticoncepción estarán incluidas en la Cartera de servicios comunes del Sistema Nacional de Salud y serán de financiación pública, lo que significa que también deben estar incluidas dentro del conjunto de actividades que deben desempeñar los y las profesionales de la sanidad pública o subvencionada con fondos públicos y, por lo tanto, deberían conocer que la actividad profesional a la que aspiran incluye la posibilidad de tener que ayudar a morir o a abortar a quienes así lo demanden, eso sí, cumpliendo con los requisitos que las leyes establecen. Alegar problemas de conciencia a posteriori sería actuar de mala fe, como bien señaló Sartre, porque a nadie se le obliga a estudiar medicina y a querer ejercerla en el ámbito de la salud pública si eso le va a acarrear problemas con su conciencia. Existe el ámbito privado para aquellas personas que objetan, y eso no supone cerrarles la posibilidad de elegir su profesión. En la enseñanza, por ejemplo, muchas personas no pueden objetar al adoctrinamiento religioso y trabajar en un centro privado que tenga ese carácter, es decir, no cabe la objeción de conciencia, porque, o no eres admitido, o eres despedido con todas las “bendiciones” legales. Nadie, que yo sepa, ha puesto en cuestión la imposibilidad de trabajar en un centro privado objetando a su ideario, pero quienes defienden lo privado ponen el grito en el cielo cuando en los centros públicos no se aceptan sus objeciones. La hipocresía no debe ser la que gane. Las personas que aspiran a ser profesionales de la salud tienen capacidad intelectual suficiente como para distinguir que lo público y lo privado no pueden regirse por los mismos principios en una sociedad que claramente los distingue.
Además de lo dicho hasta ahora, hay otra cuestión referente a la objeción de conciencia que es preciso reseñar. Es evidente que se trata de un derecho individual, y no colectivo, porque esa es la característica principal que define a la conciencia, pero, y aquí entramos en el dilema ético-jurídico, también es un derecho ahora reconocido el de poder acceder a la ayuda para morir dadas determinadas circunstancias. ¿A qué se le da prioridad? No se puede escamotear la respuesta diciendo que si una profesional se niega a ayudar para morir se puede recurrir a otras que sí estén dispuestas a llevarla a la práctica, porque estamos hablando de prioridad de valores, no de problemas prácticos o de gestión. En mi deambular por los derroteros de la filosofía y de la ética, he asumido un método para juzgar las situaciones como la que acabo de plantear: se trata de situar el conflicto en la situación más extrema imaginable, para determinar qué es lo más deseable desde el punto de vista ético. En el caso que nos ocupa esa situación límite consistiría en suponer que la persona que solicita la eutanasia cumple con todas las condiciones exigibles, pero solo hay una profesional sanitaria que la puede llevar a la práctica, y que se declara objetora de conciencia. Lo que resolvamos en este caso será el paradigma para juzgar qué tiene preferencia desde el punto de vista axiológico, el derecho a la ayuda para morir o el derecho a la objeción de conciencia. Yo considero que, sin lugar a dudas, es el primero de los dos el preferente, porque en la relación médica-paciente quien tiene la prioridad es la paciente para decidir sobre su existencia, y a la médica le corresponde ayudar a la paciente en sus decisiones. Lo contrario significa convertir a la profesional sanitaria en el fin de la medicina y no en el medio para su aplicación.