Por GERVASIO SÁNCHEZ vía El Heraldo (Artículo publicado con motivo de la muerte de Manu Leguineche que, dada su actualidad, Gervasio ha enviado a todos sus contactos)
Te visité hace una semana en el hospital de Madrid. Leí tu cuadro clínico de los últimos años. Apunte algunos términos. Por la noche busqué lo que significaba. Lloré, te lo digo de verdad, Manu, lloré, al saber cómo te has enfrentado al dolor y sus cicatrices. Con qué dignidad y fortaleza. En silencio, sin molestar a nadie.
Hasta hace tres años aún te dejabas querer en actos públicos. Nunca olvidaré el homenaje que te hicimos en Segovia durante la entrega del Cirilo Rodríguez al cumplirse el 25 aniversario del prestigioso premio.
También participaste en las primeras convocatorias del premio que lleva tu nombre. Tengo una foto en la que estás con Enrique Meneses, fallecido hace un año, junto a mi hijo Diego. Varias veces le han preguntado si esos dos caballeros que sonríen con picardía eran sus abuelos.
Hace una semana te estuve contando que el mundo sigue siendo tan violento como siempre. Que decenas de periodistas siguen secuestrados en Siria, entre ellos Javier Espinosa ganador del premio que lleva tu nombre. Por tu hermana Rosa, que te ha querido como pocas veces he visto, sé que has estado al tanto de todas estas noticias que nos han hecho pasar unas Navidades muy tristes.
Hasta que te conocí a finales de los ochenta en Santiago de Chile, tus libros y textos me acompañaron en muchos de mis viajes. Antes de apagar la luz, después de jornadas maratonianas documentando los desmanes de la historia, me sumergía en los relatos escritos por un humilde sabio que ha hecho del viaje el camino más corto para conocerte a ti mismo. Muchas veces me quedé dormido acunado por tus palabras.
Llámame Manu, coño, me dijiste el día que me dirigí a ti por primera vez con un Señor Leguineche. No hace falta que te presentes. Sé quién eres porque te leo desde hace tiempo en Heraldo de Aragón, me respondiste dejándome sin palabras.
El Dios de las pequeñas cosas del periodismo, galardonado con los principales premios, el hombre que se había convertido en la brújula de tantos recién licenciados, conocía a un joven informador que trabajaba para un diario de provincias.
Recibo cada día Heraldo de Aragón y otros diarios regionales y los leo con devoción porque en ellos se publican las noticias de la agencia que dirijo y, además, son fuente inagotable de historias cotidianas y de gran periodismo, me aclaraste a continuación.
Luego visité tu despacho en Fax Press y tu casa en Brihuega. Las mesas siempre estaban atestadas de periódicos desmenuzados. Las noticias y reportajes recortados yacían en unas grandes cajas, almacenes de ideas para tus siguientes libros, que aparecían regularmente repletos de citas gracias a esa exquisita curiosidad que has tenido desde que con poco más de veinte años diste tú primera vuelta al mundo.
Cuando te visitaba camino de Zaragoza siempre te encontraba inmerso en tu mundo de papel, escribiendo artículos para la agencia, corrigiendo las pruebas de tu último libro, preparando tus siguientes viajes. Prepárate una copa y espérame en el jardín que ahora bajo, me decías.
Hace unos años dormí en tu casa de Brihuega. Por la mañana me levanté y entré en tu despacho sin pedirte permiso porque estabas durmiendo. Ojeé tu mesa de trabajo. Había libretas con tus apuntes. Libros en diferentes idiomas, recuerdos de lejanos viajes, muchos recortes de periódicos y revistas atrasadas. Un extraño orden había sustituido la gracia de aquel desorden intencionado. Como si el mundo se hubiese detenido en aquella habitación el día que empezaste a ser perseguido por enfermedades interminables.
Todavía recuerdo la llamada que me hiciste unos días después de la muerte de Miguel Gil en Sierra Leona en mayo de 2000. Me animaste a que editásemos un libro en su homenaje y un año y medio después nació Los Ojos de la guerra, un manual de periodismo escrito por 70 periodistas y un actor que 12 años después de su publicación siguen haciendo las delicias de las nuevas generaciones de reporteros. Conseguiste en muy poco tiempo que dos docenas de periodistas extranjeros muy famosos como John Pilger, Ryszard Kapucinski, Philp Knightley, Peter Maass, participasen con extraordinarios textos y donasen sus derechos de autor para la creación de un premio con el nombre de Miguel Gil.
La gente me acusa de falta de ambición personal y no estoy de acuerdo. Hay otras maneras de demostrarla, aparte de ser director de un medio, tener un gran despacho y mandar mucho. Yo la canalicé viajando por el mundo y escribiendo libros. Esta declaración de principios, que realizaste hace quince años, muestra con absoluta claridad a un hombre que nunca quiso mandar, quizá consciente de que el ordeno y mando te podía apear del cariño generalizado.
Pudiste dirigir Televisión Española, El País y decenas de diarios, revistas y agencias porque nunca te faltaron suculentas ofertas, pero preferiste refugiarte entre tus libros (la patria del hombre se halla donde están sus libros) y convertirte en uno de los escasos periodistas al que la inmensa mayoría respetaba, quería y premiaba.
Durante décadas muchos informadores españoles quisieron parecerse a ti, un aldeano de Gernika, como te gustaba definirte, a pesar de que siempre fuiste muy crítico con la profesión. El periodismo de ahora es aséptico y desapasionado comentabas hace quince años en otra entrevista.
En tu libro La Tribu, un clásico del periodismo, machacabas en boca de uno de los protagonistas: La profesión está como muerta, fosilizada, ha perdido la curiosidad y la pasión por la historia.
En el mismo libro, repleto de situaciones en la que el periodista se comporta de forma inmoral y donde muchas veces la piedad está ausente, uno de los protagonistas se quejaba amargamente: Te cambian la crónica o te la dejan en nada por un anuncio de bragas y sostenes. Y otro remachaba a continuación: ¿Y hacia dónde vamos, en definitiva? Hacia la crisis total, hacia la extinción de periodismo escrito y la robotización de los periodistas. Las redacciones se han convertido en banco de datos, en centros de electrónica. El periodista es un burócrata, un cibernético, un apéndice del computador, con sus videodatos y sus pantallas que te dejan ciego poco a poco.
En otra entrevista volviste a la carga: Algunas redacciones parecen clínicas, los empresarios venden cubiertos y tazas y los periodistas están desorientados.
Victoria Prego te llamó el eterno prófugo y Fernado Múgica, que te conoció en Vietnam, el reportero tranquilo. Hace muchos años cambiaste la aceleración de Madrid por el tiempo estancado de la Alcarria. Te refugiaste allí para cumplir tu deseo de soledad (se nace solo y se muere solo), aunque la puerta de tu casa nunca se cerró para el visitante que aparecía a las horas más intempestivas.
Yo me siento como un privilegiado hijo tuyo desde hace tres décadas y si diese clases en una facultad de periodismo o en un master aconsejaría a los alumnos que se dejasen de escuchar cantinelas insolventes sobre este oficio y se pusiesen a aprender de verdad desgranando cada uno de tus libros, que es resultado de las vivencias de un genio del periodismo con una memoria de elefante y de un increíble domador de palabras.
Me han preguntado muchas veces quién es Manu Leguineche. Y siempre he respondido que es un periodista que ha actuado con independencia y dignidad, dos valores diariamente pisoteados en esta profesión. Un hombre que siempre ha creído que los periodistas deben vigilar al poder y no doblegarse ante sus intereses. Un hombre que prefirió nadar a contracorriente y renunciar a puestos suculentos antes que sentir coartados los principios en los que creía.
Querido Manu, que ya estás en los cielos del periodismo: me encantaría decirte que nuestro oficio sigue siendo el más valorado por la sociedad. Que el ciudadano medio sigue aplaudiendo a los periodistas por su capacidad crítica. Pero no es así. El cinismo y la hipocresía se han instalado en nuestra profesión para quedarse mucho tiempo. Al menos tú no has tenido que vivir este cambio de época y te has ido impoluto, con un curriculum impecable, amado y alabado por todos.
¡Cómo te envidio querido amigo y maestro!