Por Mikel Pulgarín
No hay nada más irreal que la realidad. ¡Perdón! Puntualizo: sería más correcto decir que no hay nada más real que la irrealidad. Ya lo estamos viendo; ya está ahí, a la vuelta de la esquina, acechando. Los nuevos profetas anuncian su llegada a bombo y platillo. Investidos de magos de la nueva ciencia, esa que navega por las venas del ciberespacio a bordo de chips errantes, vocean por las esquinas a todo el que los quiera oír (y a los que no, también) la buena nueva: la realidad no existe, ¡viva la hiperrealidad! Ajustemos las neuronas, retiremos el polvo de los focos de los ojos, encuadremos, observemos la realidad que nos rodea y apretemos el botón. Grabemos en nuestras memorias lo que vemos y guardémoslo en lo más profundo de nuestros subconscientes. Es muy posible que un día, quizás no muy lejano, tengamos que rescatarlo.
Los cibernautas, los guerreros de la informática, los appel maníacos, los internet compulsos, los piratas digitales y otros miembros de tribus urbanas-interurbanas-interestelares, clubes que ya cuentan a sus asociados por millones, afirman sin ruborizarse que lo que hasta ahora entendíamos por realidad es una auténtica porquería -cosa que ya sabíamos-, y que lo auténticamente real es lo no real. Para ellos y, sin duda, también para nosotros dentro de muy poco tiempo, ese término engloba todo aquello que pueda ser observado a través de una pantalla, ya sea animal, vegetal, mineral o cosa, con independencia de que se parezca o no al modelo original; es decir, a ese que aún habita en nuestra agonizante realidad.
Pues bien, se extiende como un reguero de pólvora la idea de que lo importante es la imagen que la pantalla nos ofrece, el icono, no lo que representa. Lo fundamental es acordar que una mancha blanquinegra, de la que penden cuatro simulacros de pata y un rabo, es una vaca. No es relevante saber si ese animal existe en la naturaleza, ni tan siquiera si guarda algún parecido con un antiguo rumiante que pastaba en los verdes valles y que segregaba un líquido blanco, muy apreciado por su sabor, denominado leche.
Es posible que, de propagarse el gusto por la hiperrealidad, todos aquellos que observen en su pantalla una imagen de la Torre Eiffel ya no encuentren motivos para visitar París. O que los niños sólo obedezcan a sus progenitores si éstos, gracias a los milagros de la tecnología digital, les reconvienen desde las entrañas de un terminal. O que el médico se desmaye ante la realidad de una gota de sangre, demasiado roja y diferente a esa otra que le aparece en el monitor a través del que realiza operaciones intergalácticas. O que el chef de turno cocine un exquisito bacalao al pilpil, preparado según las recomendaciones de Arguiñano, y lo sirva en la mesa no en la tradicional cazuela de barro, sino en una tablet de última generación.
El cine, primero, y la televisión, después, intentaron y lograron crear una realidad paralela. Fueron capaces de reconstruir la historia, de resucitar personajes muertos, de dar vida a mitos inanimados. Así, para mi cerebro, el Cid tiene la misma cara que Charlton Heston, Cleopatra se parece a Liz Taylor, Napoleón es igualito que Marlon Brando y nadie se atreve a rebatirle que Espartaco tuviera los mismos ojos y similar hoyuelo que Kirk Douglas. Esa segunda realidad superó a la original. Ahora, la hiperrealidad amenaza con destruir el modelo. Ahora, los modernos de la postmodernidad hablan de “metaverso”, y se quedan tan tranquilos. Como decía el filósofo: “si la realidad no está de acuerdo conmigo, peor para la realidad”.