Por Mikel Pulgarín, periodista y consultor de Comunicación
Están siempre ahí. Por la mañana, la tarde o la noche. No importa la hora ni el día. Siempre están ahí. Impertérritos, insistentes, relajados, exultantes, irónicos, sabiondos, humildes, petulantes, lanzados, prudentes, proselitistas, pasotas, liberales, neoliberales, socialistas, comunistas reconvertidos, anarquistas, posfranquistas, prefranquistas, democratacristianos, prosoviéticos, maoístas, budistas, preconciliares, postvaticanos II, entendidos, desentendidos, tecnócratas… Su palabra es la ley. No tienen trono ni reina, ni nadie que les comprenda, pero siguen siendo los reyes de las ondas. Son los tertulianos, los autores y actores de esos espacios que campean a sus anchas en el dial hertziano.
Primos hermanos de los protagonistas de los debates televisivos, nietos de los radiodifusores que hicieron famoso el “Son ustedes formidables”, herederos por línea directa de “La Clave” de Balbín, alumnos del Emilio Romero que sermoneaba al país en las lúgubres noches del domingo, analistas concienzudos de aquellas “Últimas Palabras” con las que el cardenal Morcillo cerraba las emisiones en blanco y negro de las 625 líneas, discípulos de aquel general (Blanco Tobío, creo recordar) que amenizaba el telediario relatando hazañas bélicas ante un mapa de Vietnam, descendientes del “periodista invitado” que daba un toque de distinción y de distensión a los primeros informativos en color.
El modelo americano siempre nos ha impactado. Allí, la prensa es el cuarto poder y a los periodistas les gusta participar en el espectáculo nacional. También es cierto que cobran por ello; y mucho. Aquí, la dura competencia por la audiencia ha provocado la importación de algunos esquemas, probados con éxito entre los sajones. Indefectiblemente, ese proceso exigió de una fase previa: la sacralización del periodista o, lo que es lo mismo, convertir en gente del espectáculo a quien con anterioridad se ganaba el pan con el sudor de su pluma.
En estos momentos, los tertulianos abundan por doquier. Como si de artistas se tratara, cada uno tiene su propio “caché”, estipulado en función del número de oyentes o televidentes al que son capaces de hacer reír, llorar o irritar.
Lo mismo hablan del mar y los peces, como opinan de cuerpos celestes, física cuántica y electromedicina, dictan sentencia sobre los comportamientos sicopatológicos del animal humano o desmenuzan y sintetizan con inusitada brillantez discursos y valoraciones de políticos, burócratas y tecnócratas que habitualmente tienen dificultades para que ser entendidos en sus respectivos hogares.
Han sido capaces de elaborar una oferta a la carta. ¿Qué quieren una de lágrimas?, ¡pues ahí va! ¿Qué desean paz y sosiego para el espíritu?, ¡pues también tenemos! Además, la técnica se ha perfeccionado de tal manera que no hay lugar para las confusiones. Cada cadena, cada punto del dial, tiene su menú. Los radicales en aquella frecuencia, los conservadores en la de más allá, los serenos en ésta, los conspicuos en aquella otra, los…
Los tertulianos de principios de este siglo XXI se parecen muy poco a aquellos otros que llenaban los cafés en los albores de la pasada centuria. Aquellos gafosos y barbudos que se desgañitaban para que otros cuatro los oyeran. Claro, que ante un ‘cafelito’ y una copa de coñac, todo cambia.