Por Mikel Pulgarín- Periodista y Consultor de Comunicación
Confieso que siempre me llamó la atención que el dinero tuviera precio. Aceptaba que tuviera color, incluso forma, ¿pero precio? En mi juventud una peseta era una peseta y valía como una peseta. La había visto crecer, dejar de ser moneda pequeña y de color amarillento, para transformarse en billete, verde, lila o en señorial azul. Pero aquello seguía siendo una peseta, multiplicada por cualquiera de los guarismos del sistema decimal, y como tal tenía un precio, que coincidía con la cifra impresa.
Con el tiempo descubriría la inocencia de mis apreciaciones. El dinero sí tenía precio. Y además muy alto. Cuánto más se le necesitaba, mayor era el precio que pagar. Una peseta podía llegar a costar dos. Una auténtica locura, una situación kafkiana que acarreaba muchos problemas a los desprevenidos, a los desconfiados, a los que, en general, seguían manteniendo la inocencia y a los que, lamentablemente, la necesidad les conducía a un laberinto en el que es fácil entrar, pero difícil salir. Esto último les ocurrió a muchos particulares y empresas. Comprobaron lo fácil que era entrar en un banco y lo difícil que resultaba volver a entrar en la misma entidad cuando los plazos para devolver el préstamo o el crédito habían vencido.
Durante los años de la llamada crisis del petróleo, la que aquí llegó a finales de los 70 y principios de los 80, y que a punto estuvo de dar al traste con el sector industrial, financieros intrépidos se convirtieron en las “estrellas” de la empresa. Eran tiempos difíciles, no aptos para empresarios aprensivos o con tendencia a la depresión. Las empresas necesitaban de ”tipos duros”, capaces de no cambiar la expresión ante una suspensión de pagos, de negociar con la frialdad que sólo los números pueden dar a la deuda contraída, de poner cara de estar jugando al póker a la hora de aplazar pagos a los proveedores y de reducir gastos a diestro y siniestro con la contundencia de una sierra mecánica.
En un momento determinado, y después de no pocas bajas, aquella crisis pasó y los “tipos duros” volvieron a sus cuarteles de invierno. Los gestores les sustituyeron en el estrellato empresarial. Expertos en management, en planificación estratégica, en mercados y nuevos productos. El dinero seguía teniendo precio, pero preocupaba menos. La actividad de la empresa permitía hacer frente con desahogo a los pagos. Todo funcionaba tal y como las leyes del mercado exigen.
Más tarde llegarían nuevas crisis. Como la última acontecida en el siglo XX, provocada por las devaluaciones de las monedas nacionales antes de la llegada del euro, conocida como la Crisis de 1993; o la primera del nuevo milenio, la Gran Recesión de 2008-2013; o las más recientes, la de la Pandemia de 2020 y la de la Guerra de Ucrania de 2022, solapadas en el tiempo, con sus enormes dosis de desconcierto y desasosiego, y también con sus aderezos de carestía de la vida (la vida siempre resulta cara), tanto en forma de inflación como de aumento del precio del dinero. Y es que el dinero, después de años de somnoliento letargo, vuelve a tener precio.
Y, como no puede ser menos, de nuevo los expertos en el manejo y movimiento de la “pasta” han recobrado el protagonismo, que probablemente nunca llegaron a perder. Esta vez salen a escena pertrechados de una nueva jerga, de un vocabulario más ininteligible que nunca, siempre atentos a los vaivenes de los tempestuosos mercados y siempre acompañados de sus inseparables portátiles, los mismos que les hacen viajar por el ciberespacio del dinero cual nave “Enterprise” en busca de la última frontera.
Ahora, cada año viene acompañado de su crisis particular. El nuevo milenio nos ha convertido en especialistas en vicisitudes. La de 2023 está a punto de hacer su entrada por la vía de la incertidumbre. Aún no se sabe si será tan dura como las anteriores, pero la ansiedad que provoca, quizás por la experiencia de lo vivido en los últimos años, no es menor. Unos miran a Pekín, otros a Moscú, estos a Bruselas y aquellos a Berlín. Los agoreros hacen su enero y los especialistas en profecías autocumplidas doblan su apuesta. Los gestores están preocupados. Las expectativas de expansión se han tornado supervivencia. Mientras tanto, en los cuarteles de invierno, los “tipos duros” velan sus armas. Están convencidos de que pronto serán llamados para recoger la estrella que siempre les perteneció.