Por Pablo Maroño Turnes.
Mientras España afianza el despliegue de las renovables, que ya suponen más de la mitad de su producción eléctrica, surgen nuevos modelos energéticos que apuestan por una perspectiva social
En pleno corazón de Asturias, a escasos diez kilómetros de Oviedo, se ubica la pequeña aldea de Tellego. Allí, desde hace más de una década, la familia Morán regenta un exitoso negocio de arándanos ecológicos. Fue en 2013 cuando, poco después de jubilarse, José Luis decidió emprender este proyecto empresarial con sus dos hijos, Samuel y Rodrigo. El objetivo —asegura— era buscar una manera de «mantener el enraizamiento con la tierra, impulsando una iniciativa capaz de recuperar parte del sector primario de la zona». En la actualidad, cuentan con dos hectáreas de terreno y algo más de seis mil plantas. Y, entre los tres, gestionan toda la cadena de producción, distribución y comercialización de sus productos. Paseando por su finca, se pueden observar a lo lejos dos torres alargadas que se elevan hacia el cielo. Ambas están pintadas de gris, salvo cuatro franjas de color rojo y blanco que se intercalan en su parte superior. A simple vista, desentonan con el entorno natural que domina el terreno, da la sensación de que no pertenecen a ese lugar. Pero, en realidad, son dos chimeneas que anuncian, desde la distancia, uno de los principales motores económicos del concejo de Ribera de Arriba: la central térmica de Soto Ribera.
Imagen tomada desde la finca de la familia Morán. Fotografía: José Luis Morán (2024).
Observar a tan poca distancia entre sí la finca de los Morán y la instalación termoeléctrica es, cuando menos, llamativo porque representan dos modelos energéticos antagónicos. En la plantación de arándanos, todo está pensado para reducir el impacto medioambiental de su actividad, utilizando placas fotovoltaicas para hacer funcionar su sistema de riego, por ejemplo, mientras que la central térmica representa una forma de generar energía ya caduca, basada en la quema de combustibles fósiles.
Precisamente la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2023, más conocida como la COP28, finalizó con un acuerdo histórico en el que, por primera vez, se reconocía la necesidad de poner fin al uso de este tipo de combustibles, que incluyen el carbón, el petróleo y el gas natural.
El proceso de cambio de un sistema de producción y de consumo de energía basado en combustibles fósiles a otro apoyado en fuentes de energía renovable, como la solar, la eólica o la geotérmica, es lo que se conoce como «transición energética». Lo cierto es que, aunque ahora el concepto haga alusión a esta transformación «verde», a lo largo de la historia ya ha habido otras transiciones en materia energética. La primera se produjo a mediados del siglo XVIII, en plena Revolución Industrial, cuando se empezó a sustituir la madera por el carbón; la segunda tuvo lugar ya entrados en el siglo XX, con la irrupción del petróleo y de sus derivados; y, en la actualidad, estamos ante una tercera transición: la que debe conducirnos a un modelo cien por cien descarbonizado.
Un cambio imprescindible
Las emisiones globales de dióxido de carbono procedentes de la quema de combustibles fósiles batieron récord en 2023, según el último informe «Global Carbon Budget». Ese imparable ascenso es, en opinión de Antonio Turiel, investigador del CSIC y experto en materia energética, uno de los principales motivos por los que resulta «imprescindible» apostar por una transición energética: «Estamos volcando grandes cantidades de gases de efecto invernadero en la atmósfera y eso, lógicamente, hay que compensarlo. La lucha contra el cambio climático, que está poniendo en jaque a nuestra sociedad, requiere de una remodelación inmediata de nuestro sistema», asegura. De hecho, hace unos meses, la Organización Meteorológica Mundial confirmó que el 2023 fue «por un amplio margen» el año más caluroso desde que hay registros. Ese aumento de la temperatura del planeta
—resultado, en parte, de la quema de combustibles fósiles— está detrás del aumento de
las sequías, de las lluvias torrenciales, de las inundaciones, del deshielo de los polos, de la pérdida de biodiversidad o de la subida del nivel del mar, entre otros.
Pero Antonio Turiel destaca otra causa que explica la urgencia de impulsar una transición energética. Es una cuestión —en palabras del científico— de la que se habla menos, pero que tiene mucho peso desde el punto de vista del poder económico, que es la escasez de combustibles fósiles: «Empieza a haber una disponibilidad de petróleo cada vez menor y estamos viendo una reducción acelerada de la producción de sus combustibles derivados, particularmente del diésel. Esto, en realidad, es un fenómeno que ya sabíamos que iba a suceder y que, por lo tanto, no debería cogernos desprevenidos». En cualquier caso, la imposibilidad de seguir explotando estos recursos nos obliga a buscar otras alternativas. Y Turiel tiene claro que «sí o sí debe ser una transición hacia un nuevo modelo de energías renovables». Una opinión que también comparte Pedro Fresco, director de la Asociación Valenciana del Sector de la Energía (AVESEN), que defiende que se está avanzando
«fuertemente» en la implantación de las renovables en el sector eléctrico español.
De hecho, según datos de Red Eléctrica, la entidad encargada de gestionar la red de transporte eléctrico en nuestro país, en 2023 España logró generar más de la mitad de su energía eléctrica a partir de instalaciones renovables. Un hito que Antonio Turiel insiste en matizar: «El problema es que estamos apilando las fuentes renovables sobre el resto de combustibles fósiles. Aunque vamos reduciendo el porcentaje poco a poco, lo cierto es que el consumo de energías fósiles sigue representando más del ochenta por ciento de toda la energía final», apunta. Para él, la cuestión de fondo radica en que «hasta ahora, las fuentes renovables no han sido capaces de aportar una verdadera sustitución» y tacha a los países occidentales de «hipócritas» a la hora de construir su relato sobre la puesta en marcha de medidas sostenibles: «Señalamos el aumento de las emisiones en otras partes del mundo cuando, muchas veces, por ejemplo en el caso de China, gran parte de sus emisiones de CO2 son para producir productos que consumimos aquí», explica.
Turiel, aunque está convencido de que son el futuro, se muestra crítico con las nuevas infraestructuras renovables: «Debemos tener presente que existen una serie de impactos ambientales asociados a este tipo de tecnologías limpias que, aunque son menores que el de fuentes no renovables, no quiere decir que sean despreciables». A día de hoy, aún no se ha construido ninguna instalación renovable cuya puesta en marcha, teniendo en cuenta las materias primas, la producción de las piezas, el transporte o el montaje de sus
elementos, entre otros, no haya generado ningún impacto en el entorno. Pero para Fresco esto no es motivo suficiente para aplazar las acciones más acuciantes: «Nos pasamos la vida intentando buscar siempre lo mejor, lo que sea perfecto, pero si tenemos que esperar a tenerlo encima de la mesa, no avanzaríamos nunca. Es lo que se conoce como parálisis por el análisis. Es evidente que no tenemos soluciones absolutas para todos los retos que se plantean, pero eso no puede impedirnos seguir avanzando, aunque sea con las opciones menos malas», señala.
La pregunta, llegados a este punto, parece obvia: ¿existe realmente una alternativa a los combustibles fósiles? Aquí, ambos expertos, Antonio Turiel y Pedro Fresco, discrepan. El primero replantea la cuestión: «¿Por qué tendría que haberla? Vivimos aferrados a esta idea que nos ancla y que nos impide empezar a trabajar en otras opciones. Debemos ser claros en esto: no hay alternativas». Mientras que el segundo, aunque reconoce que aún estamos lejos de poder hablar de sustitución, asegura que dependerá de la evolución tecnológica: «Durante muchos años, por poner un ejemplo, se ha estado diciendo que la electrificación directa para los coches estaba bien, pero que para los camiones no iba a funcionar porque las baterías costaban mucho y ocupaban demasiado espacio. Al final, la tecnología ha ido evolucionando y ha sabido solventar este obstáculo. Algo que parecía imposible en un momento determinado, con el tiempo, tiene solución», afirma.
En realidad, el debate que se plantea es si podemos seguir consumiendo energía al ritmo que lo hemos hecho hasta ahora. Y aquí, más allá de las opiniones de Turiel y Fresco, encontramos dos posiciones enfrentadas: los decrecentistas y los tecnoptimistas. Si bien ambos nombres resumen por sí mismos los conceptos que abarcan, cabe definir de forma breve cada uno de ellos. El decrecentismo es una teoría que defiende que, en un mundo con recursos finitos, no es posible un crecimiento infinito. Efemérides como el Día de la Sobrecapacidad de la Tierra, que establece la fecha en la que, cada año, la demanda de recursos de la humanidad supera lo que el planeta es capaz regenerar, respaldan esta posición. Según datos de WWF, la sociedad necesitaría, de media, al año, «1,75 planetas para satisfacer su demanda de recursos naturales». Según esta visión, la única solución posible es reducir el consumo energético y material. En la otra cara de la moneda están los tecnoptimistas, es decir, aquellos que confían en que la tecnología nos va a salvar de esta situación. El fundador de Amazon, Jeff Bezos, ha mostrado en alguna ocasión, por ejemplo, su interés en desarrollar un proyecto para atenuar la luz solar y enfriar, así, la Tierra. Los defensores de este movimiento sostienen que la clave no está en decrecer,
sino en seguir creciendo —como hemos hecho hasta ahora— mientras llegan nuevos hallazgos que solucionen el cataclismo climático.
Independientemente de la forma que se considere más óptima, la energía juega un papel esencial en todos los casos. Pedro Fresco identifica tres elementos clave en la transición energética: transporte, climatización e industria. Este último sector representó, en 2021 en España, el 15,31% del Producto Interior Bruto del país, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Fresco asegura que «en el caso de la industria, hay muchos procesos que se pueden electrificar de forma directa, al menos de forma parcial, hasta algo más de la mitad del consumo total. De todo el cincuenta por ciento restante, teniendo en cuenta los avances en I+D+i, una parte seguro que lo vamos a poder electrificar y la otra acabará destinada a hidrógeno verde y a sus derivados». Este último elemento es, precisamente, una de las tecnologías palanca que se está impulsando en el proceso de reconversión del sector energético.
Nuevas alternativas
«Alguien dijo una vez que el hidrógeno verde es como un pato: sabe hacer de todo; nadar, volar, cantar, pero lo hace todo mal». Con estas palabras, Fresco resume la capacidad de este vector energético que, en la actualidad, aglutina a su alrededor férreos detractores y fieles defensores. «El hidrógeno vale para todo pero, como es ineficiente, por la estructura que tiene, no es la mejor opción nunca. Ese es el problema», señala. La denominación
«verde» es una coletilla que se añade al final para incidir en su condición de producción sostenible, es decir, destacando que se ha obtenido sin generar emisiones contaminantes. Pero, en realidad, es hidrógeno. De hecho, una de las formas más habituales empleadas para su obtención es la electrólisis; esto es, romper la molécula de agua a través de una corriente eléctrica. Fresco asegura que «hay enamorados del hidrógeno, que lo meten en todas partes», aunque insiste en que él no es de esos: «Yo creo que el hidrógeno tendrá su sitio pero, desde luego, de forma puntual». En su opinión, todo lo que son fertilizantes e industria —que necesitan el hidrógeno como componente para la reacción química— pueden ser una buena opción. Lo que tiene claro Turiel es que el hidrógeno es «horrible» en motores: «Es una porquería porque, más allá de que es una sustancia químicamente reactiva, es extremadamente inflamable. Intentar macerarlo a alta presión para que tenga un volumen suficiente como para que los coches tengan autonomía lo hace más peligroso porque puede reventar o generar una fisura», sentencia.
El otro eje principal a través del cual se pretende vertebrar el nuevo modelo energético es la electrificación, es decir, sustituyendo los combustibles fósiles por electricidad. Uno de los sectores a los que más afecta este cambio es el transporte. La movilidad eléctrica ha ido ganando terreno a lo largo de los últimos años en España, pero aún no ha terminado de despegar. Según una encuesta realizada por Plenoil, empresa vinculada al sector de las estaciones de servicio, la mitad de los conductores españoles no se plantea comprar un vehículo eléctrico en los próximos años. Entre las razones más repetidas se encuentra el precio, la escasez de puntos de recarga, el tiempo de carga, el precio de la electricidad y la creencia de que el coche eléctrico no es el futuro. Una percepción que se refleja en las cifras de venta que, sumando los coches eléctricos puros y los híbridos enchufables, tan solo representan el doce por ciento de la cuota de mercado, que ha rozado el millón de matriculaciones en 2023.
En ese sentido, Arturo Pérez de Lucía, director general de la Asociación Empresarial para el Desarrollo e Impulso del Vehículo Eléctrico (AEDIVE), realiza dos fotografías del sector automovilístico sostenible en España: «Una es la de mercado. Efectivamente, estamos en cifras de matriculaciones por debajo de lo que están otros países de nuestro entorno que, con una renta per cápita menor y una intensidad de ayudas inferior, se encuentran en un crecimiento del parque de en torno al treinta por cierto. Es el caso de Portugal», apunta. Para Pérez de Lucía la solución pasa por establecer unas reformas fiscales que incentiven las ayudas del vehículo eléctrico en el momento de la compra, «cambiando las dinámicas para que los ciudadanos las perciban de forma más sencilla, directa y rápida». Y, por otro lado, tenemos la fotografía industrial: «Somos líderes en fabricación de puntos de recarga, con presencia a nivel global, estamos trabajando en el desarrollo de todo un ecosistema de reutilización de baterías y tenemos una importante industria minera. Por tanto, España cuenta con una economía circular que no tienen otros muchos países y que, lógicamente, debemos aprovechar para seguir siendo líderes en automoción», asegura el responsable de AEDIVE.
El Plan Nacional Integral de Energía y Clima (PNIEC) prevé alcanzar una penetración de 5,5 millones de vehículos eléctricos para el año 2030. Esto implica que, de aquí a finales de la década, se deberían matricular más de setecientos mil vehículos cada año. Un reto complejo que implica afrontar dos cuestiones consustanciales a la movilidad eléctrica: el precio de los vehículos y la oferta de las infraestructuras de recarga. «El componente más costoso de un vehículo eléctrico es su batería, ya que supone en torno al cuarenta por
ciento del precio final del automóvil y está condicionado por el precio del kilovatio hora de litio, que lleva años cayendo de forma importante. Es decir, con la llegada de nuevos modelos, los precios se van a ir estabilizando», destaca Pérez de Lucía. En cuanto al despliegue de nuevos puntos de recarga, el gerente de la entidad empresarial señala que
«ahora mismo, en España, tenemos del orden de treinta mil puntos de recarga públicos. Esto supone que existen infraestructuras más que suficientes para el parque de vehículos que tenemos, aunque es indudable que debemos aumentar esa cifra».
Pero, independientemente de las previsiones de implantación del transporte eléctrico en España, empiezan a decretarse medidas concretas para poner fin a los motores de diésel y de gasolina. La Unión Europea —si bien ahora parece recular— aprobó la prohibición de comercializar vehículos de combustión a partir de 2035. Aunque esto no quiere decir que no puedan circular a partir de esa fecha, sí que obliga a que los automóviles sean cero emisiones. Por eso, Pérez de Lucía insiste en que España, que es el segundo fabricante de vehículos en Europa y octavo en el mundo, debe apostar por una fuerte transformación de su industria: «El día de mañana nos vamos a encontrar que nuestros clientes van a decir que no al vehículo que se ha fabricado hasta ahora. Tenemos que tener en cuenta que exportamos más del 86% de nuestra producción a otros mercados. Es fundamental que estemos preparados para afrontar este cambio de paradigma», apunta. Aunque el vehículo individual sigue representando una amplia mayoría dentro del sector, han ido surgiendo nuevas concepciones que están evolucionando de la propiedad al uso, es decir, apostando por el pago por uso frente al pago por propiedad. «Estos modelos tienen todo el sentido, sobre todo en las grandes ciudades, donde se calcula que se concentrará el setenta por ciento de la población. La tendencia natural lleva a pensar que, poco a poco, vamos a ir acercándonos a sistemas de movilidad compartidos, más baratos y eficientes. Y, lógicamente, eléctricos», concluye Pérez de Lucía.
Justa e inclusiva
Más allá de la conversión puramente técnica o de infraestructuras, al hablar de transición energética surgen dos términos asociados a este concepto: justa e inclusiva. Es decir, que esta transformación no se limita al despliegue de energías renovables o al veto progresivo de equipamientos contaminantes, sino que trata de mantener una perspectiva social que encuentre un equilibrio entre el desarrollo sostenible y el bienestar de las personas. Dicho de otra forma: avanzar hacia un nuevo modelo energético implica garantizar que todos los territorios, sectores económicos e industriales, organizaciones y, en definitiva, la sociedad
en su conjunto puedan hacer frente a este cambio, sin dejar a nadie atrás. Por ejemplo, el cierre de una central térmica es, desde un punto de vista ecológico, algo positivo. Supone emitir menos gases de efecto invernadero a la atmósfera y, por consiguiente, una mejor calidad del aire, menos riesgos para la salud o una reducción del impacto en el clima. Sin embargo, esta decisión conlleva una serie de consecuencias para la sociedad: pérdida de puestos de trabajo, cierre de un dinamizador económico, posible éxodo del lugar en el que se ubica la central; lo que a su vez provoca detrimento en el resto de actores económicos, culturales y políticos de la región.
En palabras de Cristina Monge, politóloga especialista en movimientos sociales, calidad democrática y transición ecológica, «la crisis climática extrema las condiciones de vida en el planeta, operando sobre todo tipo de desigualdades que ya existían previamente y las agudiza. De esta forma, está provocando tensiones sociales, tanto desde un punto de vista de acceso a los recursos —lo vemos con el aumento de las sequías en Cataluña o en Andalucía, por ejemplo— como también en lo que supone la necesidad de adaptarse». Precisamente las protestas de los agricultores europeos, originadas por una confrontación entre la voluntad de las instituciones comunitarias de reducir las emisiones contaminantes y las crecientes dificultades a las que se enfrenta el sector, ejemplifican las tensiones a las que alude Monge. De hecho, la Comisión Europea terminó retirando una propuesta para reducir el uso de pesticidas en el mundo agrario y desmovilizar, así, las manifestaciones.
Según el informe «Inequality Inc.» de Oxfam, los cinco hombres más ricos del mundo han duplicado sus fortunas desde 2020. Al mismo tiempo, durante estos años, casi cinco mil millones de personas se han empobrecido. El estudio señala que, al ritmo actual, serían necesarios más de doscientos años para erradicar la pobreza, pero tan solo diez para ver nacer al primer «trillonario» de la historia. Juan Bordera, periodista y activista climático, explica que «nos han vendido el cuento del trickle-down, esa imagen que todos tenemos de las copas de champán en la que, llenando el vaso superior, todo el líquido chorrea por el resto de la pirámide. Pero la realidad es que no. La verdad es que el champán se lo quedan los de arriba y los de abajo se quedan con la sequía, nunca mejor dicho». Por eso, ante esta situación, Bordera considera «imprescindible» que la transición energética tenga, antes que nada, una serie de medidas de redistribución de la riqueza: «Si no, la gente de abajo no lo va a comprar. Y con razón. Va a decir que esto es una medida para pijos urbanitas ecologistas. Y tendrán razón». Tanto Monge como Bordera coinciden en que las soluciones que se plantean —al menos, muchas de ellas— solo ponen el foco en
la transformación técnica y estructural, dejando a un lado la dinámica de desigualdad política y económica. Y, así, nadie lo va a comprar.
La política odia el vacío
«La política odia el vacío. Si alguien no la llena de esperanza, vendrá otro que la llenará de miedo». Con esta frase, Naomi Klein, una de las voces más influyentes en la crítica a la política internacional, verbaliza un temor que, trasladado a la transición energética, también comparten Bordera y Monge. El periodista advierte que «si no se llena de verdad este proceso de cambio, vendrá VOX o cualquier otro partido de ese espectro ideológico y nos hará creer que la malvada Agenda 2030 nos va a arruinar la vida». Una opinión a la que se une Monge, que señala que, si la transición no se hace bien o si no se atienden las demandas de los sectores más perjudicados, se genera un caldo de cultivo perfecto para que la ultraderecha se aproveche de todo ese malestar: «Al final, lo que hace la extrema derecha es, en un momento de incertidumbre en el que la gente tiene miedo, devolverles a un momento de seguridad. Ese momento es el pasado», comenta. Esto no implica, sin embargo, que se deba caer en una visión paternalista, en la que parezca que la sociedad está al servicio de la voluntad torticera de unos pocos. Todo lo contrario. Las personas son responsables de sus decisiones y su concienciación e implicación son esenciales en el avance o en el retroceso de los diferentes sectores políticos. Pero los votantes —señala Bordera— buscan soluciones, no problemas: «Nadie te va a votar si le dices que le vas a prohibir aparcar delante de su casa o que no va a poder comprar ropa nueva cada mes». Por tanto, cabe preguntarse: ¿puede el poder político responsabilizarse de algo que de lo que la propia sociedad ha decidido no hacerse cargo? Aquí entra en juego, lógicamente, un proceso de seducción o de convencimiento social en el que —según Monge— debe primar el debate, la escucha activa y el diálogo.
Pero la política no lo tiene fácil. Y en esto están de acuerdo tanto Bordera, diputado de las Cortes Valencianas por Compromís, como Pedro Fresco, exdirector general de Transición Ecológica de la Generalitat Valenciana. Su experiencia les ha permitido comprobar de primera primera mano las limitaciones a las que se enfrentan tanto los partidos políticos como los gobiernos: «El primer obstáculo es que, cuando uno llega al poder, se da cuenta de que realmente no ha llegado al poder porque existen estructuras e intereses que están por encima de sus capacidades», explica el político. «Es evidente que, con la transición energética, todos los países son duales porque las influencias que reciben sus gobiernos son diversas. Tienen que luchar contra los intereses mercantiles, pero también contra el
conservadurismo social. Toda esa reacción es el reflejo de un status quo que no se quiere mover», asegura Fresco. Un ejemplo claro son los anuncios de despidos masivos que realizan algunas empresas para presionar a los gobiernos: «Si dicen que van a cerrar una fábrica y a echar a la calle a doscientas personas está claro que el ámbito público tiene que reaccionar, ceder y replantear la situación. Eso te echa muchas propuestas atrás. Por eso puede parecer que los gobiernos están siendo insuficientes o cínicos. Pero es un simple reflejo de la contradicción que existe en la sociedad», argumenta el exdirigente valenciano.
Llenar de verdad la transición energética requiere de pluralidad y consenso a la hora de tomar decisiones. Por eso, Monge insiste en que es necesaria una «gobernanza multinivel y multiactor»: «Estamos acostumbrados a situar las políticas verdes en el ámbito europeo o internacional, que es nuestro caso, pero hace falta una acción por parte del Estado, de las comunidades autónomas, de los ayuntamientos y de los entes locales para que esas medidas se materialicen y se centren hacia los territorios». Pero al mismo tiempo —dice— necesitamos la implicación de los diferentes actores, es decir, de lo público, de lo privado y de lo social «remando en una misma dirección». De hecho, la politóloga defiende una fórmula que, en su opinión, es la clave para empezar a trazar el camino hacia nuevos modelos sostenibles: «Hace unos años, había un problema enorme con el agujero de la capa de ozono, que no se sabía muy bien qué hacer con él. A día de hoy no está cerrado del todo, pero sí en gran parte. ¿Cómo lo hemos conseguido? A través de dos elementos: tecnología de sustitución, es decir, encontrando una alternativa a los clorofluorocarburos, que eran los que provocaban esta agujero, y un acuerdo internacional que hace que los países se comprometan a dejar de usar esa sustancia». Este planteamiento, lejos de las visiones más colapsistas o deterministas, que plantean que ya no hay marcha atrás en el proceso de desplome ecológico, ofrece un pequeño atisbo de esperanza: «Obviar que tenemos la posibilidad de hacer cosas es obviar la voluntad humana y la posibilidad de desarrollo que tenemos. ¿Quiere decir esto que está garantizado que podemos gestionar bien la crisis climática? No. Pero lo contrario tampoco», sentencia la politóloga.
El barómetro de febrero del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) arrojaba que el paro y los problemas relacionados con la calidad del empleo eran, respectivamente, la tercera y cuarta mayor preocupación de los españoles. Vinculado a estas inquietudes, y también a la parte más social de la transición energética, se ha popularizado un término cuyas fronteras aún no están del todo delimitadas: los empleos verdes. La Organización
Internacional del Trabajo (OIT) los define como «empleos decentes que contribuyen a la preservación y restauración del medioambiente ya sea en los sectores tradicionales, como la manufactura o la construcción, o en nuevos sectores emergentes como las energías renovables y la eficiencia energética». Aunque el elemento en común es el cuidado del entorno, algunas definiciones evitan mencionar la calidad de los empleos o incluyen, por ejemplo, la comunicación entre las áreas que abarca el concepto. En realidad, puesto que todos los sectores económicos, de forma más o menos directa, guardan algún tipo de relación con el medioambiente, resulta complejo acotar los límites del concepto.
En cualquier caso, según el informe «Renewable Energy and Jobs 2022», de la Agencia Internacional de Energías Renovables (IRENA), los puestos de trabajo en el sector de la energía podrían ascender hasta casi ciento cuarenta millones en 2030. En ese sentido, Azahara Merino, técnico de la Secretaría Confederal de Salud Laboral y Sostenibilidad Medioambiental de Comisiones Obreras, asegura que «nos encontramos con pronósticos del empleo verde que tendremos dentro de diez o quince años, pero realmente no existen estudios que midan el impacto que está teniendo ahora mismo la transición energética en las empresas». Merino insiste en la importancia de prestar especial apoyo a las PYMES, que representan el 99,8% de las empresas de nuestro país: «Si ellas no son capaces de transformarse, tampoco podrán ofrecer oportunidades a sus trabajadores. Nuestro deber es garantizar que, en ningún caso, se damnifique el tejido empresarial», explica. En ese objetivo, la reconversión de empleos es, para la representante sindical, fundamental:
«Frente a los despidos o a los cierres que podamos sufrir a lo largo de los próximos años, es esencial que capacitemos a los trabajadores para que puedan desempeñar nuevas tareas. Se trata, en definitiva, de hacer de la necesidad una oportunidad», indica.
Un caso paradigmático
De oportunidades también habla Nuria Albet, cofundadora y coordinadora de La Palma Renovable, un proyecto de iniciativa ciudadana, puesto en marcha hace cinco años, que pretende convertir a La Palma en una isla cien por cien renovable. En torno al noventa por ciento de su electricidad es de origen fósil pero, teniendo en cuenta toda la energía que se consume, tan solo un dos por ciento es renovable. Esta situación, «dramática» en opinión de Albet, fue la que impulsó la puesta en marcha del proyecto, que inició con la firma del denominado «Manifiesto del Electrón». Un documento que marca el rumbo para afrontar la transición energética en la isla, de acuerdo al contexto y a las particularidades propias del territorio, y que logró la firma unánime de todos los ayuntamientos, partidos políticos y
del Cabildo de La Palma. Su nombre, por cierto, está inspirado en la central hidroeléctrica de «El Electrón» que, en 1893, convirtió a la isla en el sexto lugar del mundo en disponer de alumbrado público a base de electricidad. Esa profunda transformación en la política energética de la isla es la que se trata de emular ahora. El nombre del documento es un homenaje, pero también una declaración de intenciones.
Lo más destacado de La Palma Renovable, más allá de haber logrado el apoyo de las instituciones públicas y de haber puesto de acuerdo a todos los partidos políticos —lo cual ya es un éxito en sí mismo— es contar con participación ciudadana. Todas sus acciones están encaminadas a empoderar a los habitantes para que puedan decidir sobre el futuro de la energía en la isla: «Al final, se trata de innovación social impulsada desde un punto de vista pragmático, decidiendo qué queremos hacer con el problema de la energía. Es decir, hablamos de poder tener la gobernanza y la capacidad de elegir cómo hacer esta transición, intentando que los beneficios se queden en el territorio. No hablamos de una idea abstracta, sino de todo lo contrario, algo concreto que nos implica a todos», asegura Albet.
Nuria Albet junto con representantes de diversas entidades de la isla, durante un taller organizado por La Palma Renovable. Fotografía: La Palma Renovable (2019).
Esa concreción, además de en otras actividades de carácter colectivo, se precisa en una herramienta que busca, en esencia, consolidar la capacidad de decisión del conjunto de la población: la asamblea ciudadana. Es decir, un espacio deliberativo y de diálogo en el que se reúne a un grupo de personas, garantizando que sea una muestra representativa de la sociedad, para informarse y debatir sobre una cuestión de relevancia social; en este caso, de la gestión energética. En La Palma se encuentran, por el momento, en pleno proceso de organización de su propia asamblea, pero Nuria Albet ya ha participado en otras realizadas con anterioridad en España: «Es alucinante. Es súper bonito ver cómo la gente se implica, propone y comparte inquietudes. Más aun, cuando sabes que esa gente nunca ha sido activista. Esta idea de crear conciencia a partir del debate me parece muy interesante», afirma. El principal problema, sobre todo desde el punto de vista de quien la convoca, es su coste económico: «Tienes que comunicar el evento, pagar a la gente, hacerte cargo de toda la logística de las comidas y de los desplazamientos, garantizar que ninguna persona con alguna dependencia o persona a su cargo esté limitada a la hora de asistir; es decir, que implica muchos gastos», explica Albet.
El principal temor de la coordinadora de la Palma Renovable radica en la especificidad de los resultados que finalmente puedan salir de la asamblea: «El problema es que a veces las conclusiones son demasiado generales. Tanto, que resulta difícil aplicarlas. Decir que se quiere promover las comunidades energéticas o terminar con el cambio climático está muy bien, pero eso ya lo sabemos. ¿Dónde está el dilema ahí?», apunta Albet. Según ella misma señala, el problema está en las dinámicas y en las sinergias que tenemos como sociedad. Es ahí donde se debe enfocar la discusión: «Si haces recomendaciones de carácter general, es difícil que eso genere un cambio real a largo plazo. Pero si tienes un dilema, normalmente una confrontación entre economía y medioambiente, sí pueden surgir conclusiones con un enfoque novedoso. Por ejemplo, si confrontamos la industria cárnica con el consumo de agua o de energía», sugiere.
Una vez definidos los objetivos de La Palma Renovable eran necesarias herramientas que les permitiesen empezar a ejecutar iniciativas más específicas. Ahí es donde entra en juego Energía Bonita, la comunidad energética insular de La Palma. Ahora mismo, esta cooperativa está formada por unos doscientos socios. La idea es sencilla: la organización construye una serie de instalaciones de generación de energía y las conecta a la red de distribución. Todas las personas, entidades o empresas que se encuentran, en este caso,
a dos kilómetros a la redonda pueden conectarse y beneficiarse de esa producción de energía, que está gestionada por la propia cooperativa. De esta forma, en la factura de cada socio, independientemente de cuál sea su comercializadora, se le descuenta la parte proporcional obtenida a través de la instalación de la comunidad energética. Son las personas asociadas las que tienen el control de las decisiones, tanto de la producción como del consumo de energía. Para Nuria Albet esto es una forma de llevar la democracia al día a día: «Estamos hablando de algo que está por encima de ideas políticas. Al final, son cuestiones prácticas que mejoran la vida de la gente y que nos incumben a todos. Así es como se hace democracia. Entiendo las comunidades energéticas, precisamente, como una oportunidad para democratizar nuestro sistema», concluye.
A lo largo de los últimos años, han ido surgiendo iniciativas similares a Energía Bonita en toda España. En la actualidad, según datos de Energía Común, primer observatorio nacional de comunidades energéticas, existen trescientas cincuenta y cinco entidades de energías renovables en todo el territorio nacional. Aunque países como Grecia, Reino Unido, Bélgica u Holanda tienen una mayor experiencia en este tipo de proyectos, España se sitúa en la mitad de la gráfica europea: no es de los más desarrollados ni de los menos evolucionados en ese sentido. Algo que llama la atención teniendo en cuenta que aún no se ha traspuesto la directiva en la que se regulan las comunidades energéticas, si bien ya existe un borrador de Real Decreto. «Pese a la indefinición jurídica, hemos visto que las iniciativas continúan avanzando. Al final, es una herramienta para que los ciudadanos puedan tener un papel activo en la transición energética, es decir, que en ese cambio de dejar atrás un modelo rígido y centralizado, las personas puedan superar el papel de simples consumidores y adopten una posición más proactiva. Eso atrae mucho», asegura Carlos Pesqué, responsable de comunidades energéticas y democratización de la energía de ECODES.
Aunque detectan un interés cada vez mayor en estos proyectos de participación colectiva, Pesqué afirma que existen algunas barreras que siguen frenando su avance: «España no es un país en el que haya unos altos índices de participación en actividades vinculadas al asociacionismo o al cooperativismo. Por lo tanto, vencer el individualismo es complicado muchas veces. Pero también observamos grandes limitaciones en la parte legal. Un paso importante en la puesta en marcha de una comunidad energética es la creación de una figura jurídica nueva y, realmente, muy poca gente está familiarizada con esto», indica. En ese sentido, el representante de ECODES considera que desde el Estado «sí que existe
una voluntad de impulsar este nuevo modelo energético», aunque pone en duda que se esté haciendo «de la forma más eficiente u ordenada». En cualquier caso, Pesqué sí que se muestra satisfecho con el aumento de este tipo de proyectos: «Tenemos más que comprobado que son espacios de diálogo que sirven para reforzar los vínculos entre las personas y para crear comunidad. La energía es algo que atrae a personas diversas y que las reúne en torno a intereses compartidos. Eso siempre es algo que tenemos que aprovechar», sostiene.
La mayoría de las comunidades energéticas se articulan a partir de instalaciones solares, pero pueden trabajar otro tipo energía, como la eólica o la gestión forestal, a través de la recogida de biomasa del entorno, o centrarse en la movilidad, adquiriendo vehículos para uso compartido entre los miembros de la comunidad. Existen, en ese sentido, diversas opciones. El problema, explica Pesqué, es que algunas grandes empresas del sector energético entran a participar en este ámbito que, en realidad, no está diseñado para ellas
—una gran empresa no puede participar, por definición, en una comunidad energética— y ofrecen modelos que cumplen con el concepto, pero que minimizan la participación de los ciudadanos. Al paquetizar el modelo de comunidad energética y abrirlo como un servicio financiado, se corre el riesgo de frenar la oportunidad de que la gente asuma un papel protagonista en la gestión de la energía. Y, de esta forma, se reproduce el mismo sistema de consumidor pasivo.
El papel de las empresas
Otro de los debates que plantea la transición energética es qué papel deberían jugar las empresas en este proceso de reconversión. Los expertos consultados coinciden, aunque con matices, en que son parte esencial del cambio. Todos defienden que lo que hacen las empresas, o lo que que dejan de hacer, es relevante a la hora de configurar un modelo de sociedad u otro: «Si una empresa apoya a sus trabajadores con la intención de reciclarlos en este sentido de transición energética está ayudando a ese proceso de reconversión. Si una empresa tiene un índice de desigualdad muy importante entre el que más cobra y el que menos cobra, esa empresa está generando una sociedad más desigual. Si, por el contrario, esa misma empresa pone en marcha una serie de criterios que garantizan la equidad social está apoyando una sociedad más igualitaria. Es decir, que la empresa no es una seta al margen de la sociedad», argumenta Cristina Monge.
Juan Bordera, aunque no pone en duda la importancia de que las empresas formen parte activa de este cambio, apuesta por limitar su participación: «En el fondo, el problema es que, así como los políticos están condicionados por el cortoplacismo de “me tienen que votar” cada cuatro años, en el caso de las empresas es aún peor porque tienen que hacer un balance de negocio que les de beneficios a los accionistas. Las empresas tienen que desarrollar un papel, pero tienen que ser conscientes de que forman parte de un modelo caduco», explica. El periodista asegura ser partidario de renacionalizar gran parte de esas empresas o, al menos, de reducir las concesiones y que vayan caducando poco a poco. Por su parte, Pedro Fresco señala que no se debe analizar esto desde un punto de vista moral: «Las empresas son empresas y, como tal, tienen la intención de ganar dinero. Por lo tanto, lo que tiene que hacer el poder público es errarles el paso y marcarles el camino, dándoles incentivos o desincentivos, ya sea mediante impuestos, mediante prohibiciones o mediante regulaciones», sostiene.
Precisamente, reflejo de la pertenencia de la empresa al ecosistema social y del impacto que puede generar en él, surgen conceptos como la responsabilidad social corporativa o los criterios ESG (Environmental, Social and Governance, por sus siglas en ingles) que, con una terminología diferente, aluden a una misma esencia: al desarrollo por parte de las compañías de prácticas que benefician a su entorno, tanto social como medioambiental. Es una forma de revertir su «huella» en las comunidades en las que están presentes y de cuidar el entorno que, por otra parte, es el que les abastece de los recursos que necesitan para desarrollar su actividad. Es, en definitiva, promover una sociedad más justa de la que se puedan beneficiar las personas e, indirectamente también, las propias empresas.
Siguiendo el recorrido por la finca de la familia Morán, al fondo de una de las grandes hileras de arándanos que estructuran la plantación, se observan las placas fotovoltaicas que hacen funcionar su sistema de riego. Hace cuatro años, llevaron a cabo una serie de mejoras en la sostenibilidad de su negocio. Pero no lo hicieron solos. Tuvieron el apoyo de la empresa dueña de la central que se vislumbra desde su terreno. Una instalación energética en la que, curiosamente, José Luis desarrolló su carrera profesional y que se encuentra en pleno proceso de reconversión para empezar a producir hidrógeno verde. El proyecto cuenta con el visto bueno de las administraciones públicas y espera poder estar en funcionamiento a principios de 2026. Un ejemplo de simbiosis entre el sector público, privado y social que evidencia el camino que se empieza a trazar.
Sumarios
- Antonio Turiel, investigador del CSIC: «El problema es que estamos apilando las fuentes renovables sobre el resto de combustibles fósiles».
- Arturo Pérez, director de AEDIVE: «La tendencia natural lleva a pensar que vamos a ir acercándonos a sistemas de movilidad compartidos, más baratos y eficientes».
- Cristina Monge, politóloga: «La crisis climática extrema las condiciones de vida en el planeta, operando sobre todo tipo de desigualdades que ya existían y las agudiza».
- Azahara Merino, técnico de CCOO: «Es esencial que capacitemos a los trabajadores para que puedan desempeñar nuevas tareas».
- Nuria Albet, cofundadora y coordinadora de La Palma Renovable: «Entiendo las comunidades energéticas como una oportunidad para democratizar nuestro sistema».
Despiece
El turismo, un sector estratégico
El turismo continúa creciendo de forma imparable en nuestro país, situándose como el principal motor de crecimiento económico en España. Según datos de Exceltur —entidad formada por treinta de las empresas más relevantes de toda la cadena de valor turística
—, en 2023, el sector aportó un 12,8% de la riqueza nacional. Sin embargo, el modelo actual fomenta una serie de impactos medioambientales que se ven agravados a medida que aumenta el número de viajeros. Algunas de sus consecuencias más habituales son el incremento del consumo de recursos naturales, como el agua o la energía; la generación de basura y de otro tipo de residuos, sumada a la de la población local; la pérdida de los entornos naturales y de la biodiversidad, en el caso de la construcción ininterrumpida de nuevas infraestructuras hosteleras; o el aumento del transporte, que dispara las emisiones contaminantes de CO2.
Impulso económico
En ese sentido, Pablo Moros, miembro del Instituto Sindical de Trabajo, Ambiente y Salud de la Fundación 1º de Mayo, asegura que 2023 ha sido un año «excelente para el sector del turismo en nuestro país, batiendo el récord de 2019, al alcanzarse los 85 millones de turistas internacionales». Esto ha propiciado que las reflexiones que surgieron a raíz de la pandemia sobre la validez del sistema turístico hayan quedado en un segundo plano para algunos de los actores del sector. Aprovechando los Fondos Next Generation y el Plan de
Recuperación, Transformación y Resiliencia del Gobierno de España, se han puesto en marcha Planes de Sostenibilidad Turística en Destinos, con el fin de que las autoridades locales lanzaran propuestas y proyectos concretos, financiables con fondos públicos, para promover un turismo sostenible. Estos planes, de algún modo, tratan de paliar el déficit de perspectiva medioambiental de las políticas, a falta de una estrategia estatal más sólida y a medio largo plazo, que aún se encuentran en fase de elaboración.
Pablo Moros identifica dos problemas principales dentro del sector turístico nacional: su dependencia de los combustibles fósiles y su vulnerabilidad frente a la transformación que se propone. Dos factores a los que se une otro obstáculo, que es la propia vaguedad del término sostenible: «Al entenderse en la triple vertiente económica, social y ambiental, se acaba por priorizar el componente económico», explica el miembro de CCOO.
El transporte
Otra de las cuestiones más debatidas dentro del sector turístico es el transporte. La mayor parte de los turistas llegan a España en avión, «un medio de transporte que todavía sigue subvencionado en la actualidad, pese a ser dependiente del queroseno y no ofrecer una alternativa descarbonizada real», indica Moros. Aunque se ha impulsado su desarrollo durante los últimos años, los combustibles alternativos para la aviación —que ya se están empleando—, solo están presentes en un pequeño porcentaje de la mezcla. De hecho, muchas aeronaves no están preparadas para admitir más de este tipo de combustible. A pesar de la eficiencia mejorada de los aviones, el incremento de los viajes neutraliza los avances en la reducción de emisiones del sector. Por otra parte, la mayor parte de los desplazamientos en el territorio nacional se realiza en automóvil privado, que dispone de alternativa eléctrica, pero aún con poca penetración en el parque móvil español.
Los empleos
«En general, los empleados en el sector turístico tienen una profunda preocupación en el futuro, puesto que no ven que haya acciones tangibles por parte de los responsables públicos para adecuar los destinos a las exigencias medioambientales ni para elaborar planes de actividades económicas alternativas», argumenta Moros. Para él, los efectos del cambio climático en forma de olas de calor y de superación del confort térmico no solo hacen peligrar muchos de los destinos de sol y playa de nuestro país, sino que también inciden en las condiciones de trabajo de los empleados del sector. Algunas grandes empresas del sector apuestan por un turismo de calidad, no masificado, atraído por unas instalaciones ambientalmente sostenibles e integradas en el entorno. También se apuesta por desestacionalizar el turismo, fomentando los viajes a lo largo de todo el año y no solo en temporada. Ambas medidas —señala el integrante de la Fundación 1º de Mayo—, «influyen en el volumen de empleo y en la supervivencia de empresas que carezcan del músculo financiero suficiente para ecologizar sus negocios y para permanecer abiertos casi todo el año».
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