Por Carlos María Romeo Casabona
Hace unos días acudí a Riga para participar en una Conferencia internacional sobre la protección penal del patrimonio cultural, en concreto el Convenio de Nicosia sobre delitos contra el patrimonio cultural, de 2017, de cuyo grupo redactor tuve el honor de formar parte.
La conferencia ha sido organizada por Letonia, que ostenta hasta finales de noviembre la presidencia del Comité de Ministros del Consejo de Europa, el cual también ha participado en su organización, al ser el organismo que ha tomado la iniciativa de este convenio europeo, el primero de naturaleza penal en aprobarse en este ámbito.
Hubo ponencias y debates muy interesantes, en los que se recordaron algunos de los objetivos prioritarios del Convenio de Nicosia: los atentados contra el legado cultural en contextos terroristas y en conflictos armados. Al final fueron incluidos estos delitos en los debates que tuvimos en Estrasburgo durante la redacción del borrador del convenio, a pesar de las inexplicables reticencias de algunos delegados gubernamentales, sin perjuicio de que ese había sido precisamente el mandato más específico del Comité de Ministros, a la vista de los graves daños que se venían –y se vienen todavía- perpetrando en un planeta lleno de zonas de conflictos, no pocos de ellos bélicos con participación terrorista.
También se destacó que el terrorismo no solo se ha marcado como objetivos la destrucción de bienes culturales de un valor inmenso irreparable, por no encajar en su ideología o religión, o por rechazar su interés por considerar que muchos de estos bienes culturales son algo propio de sociedades capitalistas, opresoras y retrógradas. O por considerar que en caso de guerra o de otro tipo de conflicto armado, la destrucción o la rapiña y expolio de bienes de todo tipo del enemigo o del territorio ocupado pueden minar tanto la moral como la riqueza de estos últimos, buscando al mismo tiempo el menoscabo de su identidad cultural. Nos impresionó, pero era, por desgracia, algo ya conocido por los asistentes: una mezcla de fanatismo, de ignorancia y de vindicación han promovido la mayor parte de estos actos. Es paradigmático el caso de la destrucción de las dos gigantescas esculturas de los dos budas excavados en la roca en Bamiyán, Afganistán. Esa tacha acompañará para siempre a los talibanes, lo lamenten o no.
Lo que impresionó al público presente o que estaba conectado electrónicamente fue comprobar que el terrorismo de algunas zonas ha encontrado en el tráfico ilegal de bienes culturales una inagotable fuente de recursos económicos para financiar más cómodamente sus fechorías. Y va en aumento.
Por desgracia, para ver este escenario tenemos que girar la mirada sobre todo hacia Oriente Medio y Asia Central. Aún permanece viva en el recuerdo la destrucción de ciudades tan emblemáticas artística y culturalmente, declaradas Patrimonio Mundial de la Humanidad por la UNESCO, como Palmira, Hatra, Nínive, Nimrod o Tombuctú, cerca ésta de los límites del África subsahariana; todas ellas referentes insustituibles para la cultura mundial.
Algunas de estas acciones –no las de signo destructivo- acaban proyectándose en Occidente, donde hay que situar a muchos de los que yo llamo –territorios– depredadores, es decir, que no hacen ningún asco a obtener ilegítimamente bienes fuera del mercado lícito, que circula todavía de modo tan fluido e impune.
A pesar de este fenómeno, sobradamente conocido por los expertos y los políticos gubernamentales, pero que el Convenio citado trata de combatir con instrumentos legales y con una decidida cooperación internacional, solo mostraron un fuerte interés por introducir estos delitos en el Convenio los representantes de los países tradicionalmente “depredados”, es decir, víctimas frecuentes de ataques a su patrimonio cultural, dado el abundante y variado legado que poseen, no siempre bien protegido o custodiado: Grecia, Italia, Chipre, el Reino de España, entre otros, así como Méjico, que participó muy activamente en las reuniones de redacción del borrador del Convenio de Nicosia, en cuanto Estado observador invitado y depositario de un legado artístico y cultural inmenso.
Durante la Conferencia de Riga se expusieron asimismo las intervenciones policiales para detectar algunas de estas acciones terroristas contra bienes culturales en los territorios que ocupan o en los que ejercen un importante control o influencia. Precisamente, una representación de la policía española expuso un caso penal de este tipo resuelto satisfactoriamente, relacionado con DAESH.
Las investigaciones policiales y de organizaciones no gubernamentales independientes se han centrado en los últimos años en las actividades del grupo terrorista islamista DAESH como modo de financiación de sus planes terroristas. Este plan le llevó a poner en marcha todo un sistema de expolio de bienes culturales y conseguir con ello un alto rendimiento económico. La estructura organizativa de la obtención y tráfico ilegal de bienes culturales en los territorios bajo su control ha llegado ser calificada, con toda corrección, como una manifestación del crimen organizado, cuyas características han sido descritas con toda precisión por los especialistas en Criminología y por el propio Consejo de Europa en su Libro Blanco sobre el Crimen Organizado Transnacional.
Hay que reconocer que los medios para la lucha contra la destrucción, el expolio y el tráfico ilegal del patrimonio cultural por grupos terroristas y en situaciones de conflicto armado no son tan fáciles de obtener y de ejecutar, pues mientras que los delincuentes utilizan armas de verdad para lograr sus propósitos e impedir acciones para combatir y prevenir sus crímenes, los gobiernos y las organizaciones no gubernamentales disponen de la ley, y solo cuando ésta es eficiente y se aplica con eficiencia. De ahí la importancia del Convenio de Nicosia, que, como apuntaba, fomenta la cooperación internacional tanto por vía judicial como gubernamental (miembros de la policía, agentes aduaneros). Las ONGs en particular tratan de convencer a la población local para que abandonen sus actitudes de encubrimiento o de complicidad con estos hechos; e intentan hacer ver a los gobernantes de los países colindantes de la zona (países árabes, principalmente) su obligación de perseguir estos hechos, no ampararlos o prestarles tolerancia. Estos son los propósitos de algunas de las organizaciones que operan en Oriente Medio, en países como Siria (Heritage for Peace), Líbano y Jordania.
Se está recurriendo a los medios tecnológicos más avanzados, como la captación de imágenes vía satélite sobre los lugares afectados y el decurso de los bienes en ruta hacia el tráfico ilegal, no fáciles de seguir.
Este abanico de acciones debe continuar desplegándose y los Estados occidentales deben implicarse con mayor dedicación y medios para hacer frente a estos hechos criminales tan graves contra el patrimonio cultural.
Por lo pronto, en Europa el Convenio de Nicosia debería ser ratificado por un mayor número de Estados con el fin de que al menos pueda entrar en vigor.