Por Jesús Martínez Gordo vía Cristainisme i Justicia
El próximo 8 de junio se va a homenajear a Antonio Álvarez-Solís en Bilbao. En el acto intervendrán, entre otros, el lehendakari Juan José Ibarretxe, el escritor Bernardo Atxaga, así como diferentes políticos y familiares de este conocido periodista y gran comunicador. Me sumo al evento presentando un perfil menos conocido de este “rebelde con causa”. Tuve la suerte de hablar en diferentes ocasiones con Antonio durante los últimos años de su vida, en particular, sobre su militancia comunista y sobre su convicción de fe cristiana. En las conversaciones y encuentros mantenidos le escuché decir que su existencia estaba presidida por esta doble y, a la vez, unitaria, fidelidad: soy “un cristiano comunista” o “un comunista cristiano” que ha mantenido un permanente diálogo interior, sin autocomplacencias, con ambas fidelidades a lo largo de los años.
Sobre la primera de las fidelidades, la comunista, solía decir que la había abrazado al contemplar cómo amplias capas de la sociedad vivían en el abandono, mientras que otras gustaban afincarse en lo que él llamaba “los suburbios morales” del poder y del oro. “Soy, confesaba, un sempiterno comunista” que “ha echado al viento como una invitación a la verdad” toda una vida. Pero tampoco faltaban las ocasiones en las que matizaba dicha fidelidad comunista indicando que nunca había dejado de ser crítico con determinados colectivos de esta opción política, incapaces de compaginar la centralidad de la solidaridad con el inmenso regalo de la libertad, también traída por la modernidad. Confieso que no me extrañaba que cuando se adentraba en este territorio hablara de “la revolución activa”. Ni tampoco que se revolviera -también en expresión suya- contra el “odio a los pobres” o que criticara “la deshumanización del prójimo”. Pero sí que me llamaba la atención -y mucho- que en medio del fragor de esta dialéctica apasionada y encendida no descuidara -igualmente en expresión suya- la “devoción en la ternura”.
Sobre la segunda de las fidelidades, la cristiano-católica, manifestaba serlo porque se reconocía como un seguidor del Crucificado, injustamente llevado al calvario en su tiempo. Y porque gracias al seguimiento de lo dicho y hecho por el Nazareno no solo percibía en la relación con los parias de nuestro tiempo la actualización de tamaña injusticia, sino que también se autocomprendía como hermano de ellos y a su lado. Unos pocos meses antes de morir recordaba lo siguiente en el último de sus muchos libros (Un Dios para todos): “En uno de mis encuentros con el alma, con el objeto de hacer de mi vida algo válido, la voz interior con la que siempre he dialogado, mucho más allá de toda quietud mística, me requirió hacia el franciscanismo como ‘piedra Rosetta’ para entender mi existencia humana”. Reconozco que, siendo ésta la música de fondo de su existencia, tampoco me extrañaba que fuera un comunista entre los cristianos, bañado de franciscanismo, ni que dedicara tal libro al papa Bergoglio y “a todos los que sufren”.
Pero, además, de estas dos referencias capitales, también pude apreciar otro interés de última hora: le gustaba hablar -cuando me preguntaba por lo que entonces yo estaba escribiendo- sobre las razones de las conversiones al deísmo y al teísmo de algunos singulares personajes de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI: el caso, entre otros, del filósofo antiteísta Antony Flew, del protobiólogo Francis S. Collins o del escritor y profesor universitario Clive Staples Lewis. Recuerdo la cara de sorpresa y los silencios cómplices que guardaba (en particular, cuando hablábamos por teléfono) al exponerle las razones de sus respectivas “conversiones”: todos ellos habían transitado de una cosmovisión atea, antiteísta o, incluso, agnóstica e indiferente, a otra creyente porque la explicación deísta o teísta les parecía argumentadamente más consistente que la atea y antiteísta en la que habían militado, fundadas en el materialismo bruto o en el azarismo o casualismo que yo me atrevía a calificar como ociosos desde el punto de vista racional. Y recuerdo, igualmente, la curiosidad y admiración que le provocaba saber que, después del paseo del famoso autobús ateo por las calles de Londres (2008) -apoyado ideológica y financieramente, entre otros, por R. Dawkins- se había puesto en marcha un sorprendente movimiento de opinión que reivindicaba el cristianismo y que, en nuestros días, es reconocido como “ateos por el cristianismo”.
La brevedad de mi relación con Antonio, no me impidió entender su pretensión de tender puentes entre el seguimiento de Jesús de Nazaret y los últimos de nuestro tiempo. Procediendo de esta manera, creo que inscribía su existencia en una tradición y espiritualidad bimilenaria, plena de testimonios admirables; incluso en nuestros días. Tal es el marco de comprensión que refrescó en mí este comunista cristiano o, si se prefiere, este cristiano comunista, llamado Antonio Álvarez-Solís a quien recuerdo con afecto y cercanía; en mi caso, espiritual y teológica, además de personal.