Por Cristina Maruri
A menudo tendemos a comparar nuestra vida con un libro. Capítulos o páginas. Incluso hablamos de varios, cuando pretendemos una ruptura de episodios-vivencias, total. Hoy no ambiciono ser innovadora o rompedora, y seguiré este símil facilón, aunque espero compensarlo con la historia que te voy a contar.
Sitúate en Cuzco, ciudad colonial donde las haya y en uno de esos hoteles maravillosamente restaurados, repletitos de historia y obras de arte. En la estancia de entrada, con recepcionista uniformada y profesional, solícita a más no poder, de esas que rezuman una amabilidad que va mucho más allá de las exigencias de su horario, desempeño de funciones y sueldo.
Su mirada, su sonrisa, su forma de teclear en el ordenador, y reparo en sus manos; en una pulserita. De plata y con bolitas, tal vez sean semillas rojas y negras. Parecen campanitas insonoras, que bailan al son de su muñeca. No existen más joyas ni joyitas en una imagen tan austera como pulcramente aseada. Le alabo la pulserita, su delicada belleza. Percibo en ella exquisitez y mimo del hacedor.
Su confesión corrobora mi teoría. Se la ha regalado una amiga orfebre, que ha pelado infinidad de guisantes, para, desechando los frutos verdes, seleccionar los escasísimos rojos. Los que espantan el mal de ojo y te proveen de infinita suerte, y que engarzados con finos hilos de plata, han dado lugar a la pulserita- campanilla.
Y me lo cuenta mientras espero el coche. Rodeada de rollos de papel higiénico, garrafas de lejía y detergente de jabón de Marsella. No me lo pregunta, pero yo le aclaro el porqué de mi estrambótico equipaje, con destino a la Casa de acogida Mantay.
Niñas-madres de entre catorce y diecisiete años, recogidas protegidas y educadas por esta Asociación. Llevo la ayuda que me han pedido para sus bebés. Y no hay más tiempo, llega un nuevo cliente y a mí el coche.
Es al día siguiente cuando la recepcionista y yo nos volvemos a encontrar. En la misma estancia. Aunque esta vez mi equipaje sea convencional, ya que consiste en una mochila y una trolley azul que cojea, porque he abusado recurrentemente de sus ruedecillas. Estoy en el gran arco que forman los gruesos muros de piedra y el pesado portalón. Y la saludo con mi mano levantada despidiéndome a lo lejos, pues ella sin dejar de mirar a la pantalla, no ha podido salir del mostrador. Y de repente todo sucede. Me la encuentro abrazada fuertemente a mi tórax y manteniendo el abrazo, rebusca con su mano la mía, me la abre y me deposita su pulsera, antes de volver a cerrar el cuenco y convertirlo en un puño. No puedo aceptarla, le digo; mientras se me obstruye la garganta y en un mar improvisado naufragan mis ojos. Llévesela, le protegerá, mi amiga me hará otra.
Y no me queda más remedio, que desproveerla de su única joya; dejarla desnuda de ornamento aunque plena de sentimiento. Porque sé que lo hace desde el alma mas pura, y que experimenta gran felicidad al dar. Por eso, por todo eso y por nada más que eso; no me puedo negar a su deseo.
El coche que me lleva al aeropuerto ha de esperar y si es necesario el avión que me devolverá a casa también, porque soy yo la que no hallará paz si no consigue devolver, recompensar, corresponder, aunque sea consciente de que solo podré hacerlo en una infinitesimal parte.
Dejo todo y me lanzo a una carrera frenética y desesperada (porque no queda arena en el reloj), en búsqueda de una joyería abierta. Parece que la pulsera no miente y a pesar de lo intempestivo de la hora, bajo los arcos de una de las fabulosas plazas adoquinadas la encuentro. Lo hago sin apenas resuello y pendiente de mis latidos y sentidos, porque las latitudes del lugar no son las idóneas para hacer tonterías.
Y la pulsera de frutos de guisante me sigue dando suerte y no tardo en elegir otra. Con más cantidad de plata y de gemas. Mayor en peso, volumen y precio. Una pulsera preciosa que me envuelven preciosamente. Y que llevo en el bolsillo, más contenta que unas castañuelas y ya con pasos menos desaforados, para ofrecerle como testimonio de mi amistad.
Tampoco acepto su negativa a no aceptarla y el abrazo que nos damos antes de sentarme en el asiento de atrás, vale más que ambas pulseras e incluso supera el tesoro que pudo encontrar y saquear Pizarro en su conquista.
No he vuelto a tener contacto con ella, pero sé que no lo hemos perdido. Al igual que sé, que me mantengo en perdurable deuda.
¿A que es una página hermosa?