Por Pedro Ibarra
Vivimos en un creciente escenario cultural asentado en la incertidumbre. En la mayoría de la población, y sigue creciendo, se vive, se piensa, se está con la sensación, la convicción y su correspondiente actitud, de no saber qué es lo que pasa, qué es lo que está pasando, qué es lo que puede pasar y, sobre todo, qué estrategia social, política, etcétera habría que poner en marcha para transformar la situación.
Ligado al escenario de la incertidumbre, está la progresiva desaparición de una cultura y su equivalente ideología, asentada en la defensa y en la búsqueda de un horizonte de igualdad y justicia. La necesidad de construir una sociedad regida por los principios de solidaridad y la construcción, en todas las dimensiones –económicas, sociales y aun políticas– de lo común. Se puede afirmar que la ideología, el proyecto social de la izquierda clásica que articulaba y defendía esa concepción descrita de la sociedad y, en última instancia del mundo, se ha debilitado, se ha diluido significativamente. Esa desaparición ha penetrado en la clase trabajadora y también en sectores marginales, precarios, de la sociedad.
Ello implica el crecimiento del voto a la derecha proveniente de clases bajas. Las mismas ahora ya empiezan a guiarse, políticamente hablando, por otras convicciones. Empieza a ser dominante en su cultura social y política la exclusividad de interesarles cuál es su condición de vida al margen de que ellos suponga, en la práctica, desprecio y rechazo a otros y, además, implique el ejercicio de autoridad. Ello describe la pérdida progresiva en esos sectores sociales una conciencia de “conjunto”. Una conciencia que percibía la posibilidad de un proceso político en el que, dándose un conjunto de causas y consecuencias, resultaba posible un cambio social. Esta conciencia generalista implicaba, por tanto, una visión analítica de las posibilidades de transformación política y social impulsando el voto correspondiente de izquierda. La pérdida de esta conciencia implica a su vez la aparición en estos sectores sociales de un argumento único, simple y contundente a la hora de votar: el convencimiento de que el gobernante actual (operemos con un gobernante de centro o de izquierda) es su enemigo, está en contra de él, le desprecia, le tiene relegado en la miseria; por tanto, el opositor a este enemigo –la ultraderecha, por ejemplo–, en la medida en que dice que hará algo distinto, hará algo distinto y mejorará su condición de vida.
Se vota porque el gobernante es un enemigo y además el candidato dice que le va a dar más de lo que le da el actual gobernante. Este proceso de simplificación está jugando un papel relevante en la utilización y transformación para fines de agitación política, de simple descalificación del contrario. Algunos ejemplos referidos al uso de conceptos políticos
Con el término populismo, no se hace referencia a situaciones sino a personas. Cuando se utiliza el término populismo no se describe o hace referencia con él una estrategia política de confrontación en la cual el pueblo en general tiene, o se pretende que tenga, un papel más relevante. El término aparece como una simple descalificación de un político. Recientemente, el señor Núñez Feijóo ha dicho que el presidente del gobierno es un populista por aumentar determinados impuestos. Es evidente que el concepto de populismo no guarda ninguna relación con políticas fiscales ni nada parecido. Lo que pasa es que el señor Núñez Feijóo sabe que el populismo hoy en día es vivido por crecientes sectores de la sociedad como una acción malvada. Así, el político es malvado cuando es dictatorial o es corrupto… o es populista. La sociedad ha interiorizado que el populismo es un mal y que el que lo ejerce, aunque no sepan exactamente por qué esta mal, es malvado. Ha desaparecido el contenido político de lo que supone el populismo. Es un calificativo sin más que debe añadirse a para descalificar a políticos y a determinadas organizaciones políticas.
Otro ejemplo más reciente es cuando la señorita Díaz Ayuso dice que el señor Sánchez es un gobernante totalitario por legislar para utilizar menos la luz. Sin duda, se trata de una gigantesca estupidez calificar esa decisión política como señal de un gobierno totalitario. Es seguro que la señorita Díaz Ayuso no tenga ni idea de lo que es el totalitarismo. Un régimen político histórico, implantado también todavía en algunos países, que nada tiene que ver por supuesto con lo que aquí ocurre. Pero lo que sí sabe, lo que sí ha aprendido es que esta descalificación, este insulto, funciona. Para la inmensa mayoría de la población, el régimen político totalitario ha dejado de ser un concepto político. Es, sin mas, un calificativo. El receptor del mensaje percibe al político igual que si le dijese que es un sinvergüenza. En este caso peor, porque le da la sensación de que totalitario implica algo mas horrible. Así lo percibe y no hay que darle ninguna otra explicación
Estamos en una situación de vaciado democrático. En el sentido de que los ciudadanos han dejado de ser ciudadanos en el sentido profundo y extenso del término en cuanto que su relación con los políticos, con los que mandan o con los que quieren que manden, no se basa en contenidos, no existe una concepción de cómo quieren que deben gestionarse en diversos aspectos la política y cómo eso coincide o no con las propuestas que hacen los políticos. Así, desde esta perspectiva, la política… se ha acabado. Los políticos son malos o buenos; y la calificación de maldad o bondad se asienta en calificativos vaciados de contenido político. Calificativos que son o insultos …o manifestaciones de extrema bondad.
Otra estrategia de simplificación y despolitización de la citada dimensión relacional profunda del política es la de concluir o hacer destacar en un artículo la maldad de un político determinado, tenga o no conexión el mismo con el tema que se trata en ese artículo. En un artículo así, los acontecimientos y debates relatados racionalmente no conducen a tal maldad. Pero el articulista da un salto narrativo para conseguir que el lector sólo se fije en el insulto, en la descalificación personal que, como una maravillosa y reveladora sorpresa, surge del relato. Un ejemplo. Un artículo de carácter histórico-artístico del diario El Mundo, del mes de Agosto, finaliza señalando que: “La protagonista de los mosaicos de la basílica de Santa Sofía provenía de los más infectos burdeles de Constantinopla. Después se hizo abolicionista. Hoy estaría en el comité federal del PSOE” ( cursivas mías ). El articulista, del que no recuerdo su nombre dado que semejante sujeto no merece ser recordado, aprovecha una historia que concentrando el mensaje del artículo en la descalificación de una persona y su grupo político, otorgándoles un pasado malvado y un presente mentiroso,
En este caso realmente el nivel de miseria comunicativa, es llamativo. Pero funciona. Es lo que le queda al lector . Como en otros supuestos, se discuta lo que se discuta, lo único que le merece la pena recordar no es la política, sino que el político en cuestión es un despreciable malvado.
Sería largo y complejo describir las etapas y las causas, de cómo se ha llegado a esta situación. Sólo mencionar que los medios de comunicación –evidentemente no todos los medios ni todos los periodistas– tienen un papel relevante en esta estrategia. Por supuesto, están aquellos medios que directamente apoyan y ensalzan este vaciado de la política con el uso de estas descalificaciones de carácter personal. Pero también hay que considerar que muchos medios que no tienen una posición militante en el conflicto político actual, también deberían criticar en sus artículos o en sus reportajes cuando los políticos en sus discursos utilizan esta estrategia de descalificación. Estaría bien que se animasen un poco.