Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Algunos metros de celuloide encierran más verdad que la propia realidad. En apenas un par de secuencias de películas como “El ladrón de bicicletas”, “Bienvenido Mr. Marshall” o “Rocco y sus hermanos”, se guardan las esencias más puras y corruptas del alma humana, pero también algunos de los testimonios más fieles de épocas y momentos ya desaparecidos, y que el presente sólo puede recuperar mediante la subjetividad del recuerdo de los que los vivieron, o la implacable objetividad de una cámara cinematográfica. Gracias a ellas, permanecen en nuestra retina las calles grises de la Italia de postguerra, los pueblos blancos de la España franquista o los suburbios negros de cualquier ciudad europea forjada en el crisol del desarrollismo y la emigración. Hoy, a pesar del avance tecnológico, resulta una tarea casi imposible ese intento de registrar imágenes que marcaron la vida de toda una generación.
Pepe Isbert representa al abuelo que toda una generación de niños tuvimos o deseamos tener: roca a la que asirse y exorcista de todos los diablos que amenazan nuestros sueños infantiles. El ciclista de De Sica encarna la frustración de una época de terror, de los que quedaron inertes en los campos de batalla y que vieron como perecían sus ilusiones, robadas como la bicicleta, y sólo aliviados por la esperanza de que el niño que los acompaña en su búsqueda fuera capaz de recuperar algún día lo que a ellos les fue vedado. Alain “Rocco” Delón es el símbolo de una juventud urbana, rebelde y pobre, heredera de décadas de destrucción, que reivindica una nueva existencia a puñetazo limpio sobre la lona de la vida.
Todos y cada uno de esos personajes fueron prototipos de una realidad, de un momento concreto. Todos vivieron en unas calles y habitaron en unos pueblos que cualquier espectador de cine de barrio podía reconocer como propios. Y tal era la precisión de lo retratado, que se convirtieron en documentos históricos, en pruebas irrefutables de lo que un día existió, ante las que nada pudieron hacer la censura de los hombres y el olvido de las naciones.
Ahora, en la era digital, la realidad es virtual y su registro engendra productos en los que la ética ha sido sustituida por la estética. “El ladrón de bicicletas” resultaría a todas luces imposible en la actualidad, y no porque no haya velocípedos que robar, sino porque las calles sucias y mal empedradas de una ciudad real no encajan en eso que ahora se llama diseño de producción. En la filmografía actual es tan difícil encontrar instantes de vida, como personajes auténticos, a pesar de los esfuerzos por la dramatización. Así, hoy en día, una secuencia puede resultar una suerte de “Frankenstein” del celuloide: en la primera escena el actor entra en una casa situada en Nueva York; en la segunda se sienta en el sillón de un salón parisino; en la tercera enciende un televisor colocado en el mueble-bar de un apartamento de Londres; en la cuarta toma una copa de una mesita que reposa sobre el parqué de un inmueble de Roma… Al espectador, que reposa en la butaca ergonómica de un cine “dolby estéreo” y “THX”, se le ha hecho creer que el protagonista acaba de hacer su entrada en los salones privados de Vladímir Putin, en el corazón del Kremlin.
Y ese es el legado por el que las nuevas generaciones nos recordarán. Tiemblo al pensar en ello. Sólo me reconforta imaginar que, quizás, con un poco de suerte, alguno de nuestros tataranietos desempolve las imágenes de un telediario.