Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Que no, que los científicos no son tan mala gente como algunos piensan. Hay que reconocerlo, que de bien nacidos es ser agradecidos. Es cierto que tienen una tendencia natural al aislamiento y que a veces observan al resto de la Humanidad por encima del hombro. También es conocida su afición a asustar a los congéneres con predicciones poco halagüeñas y a redimirlos con recomendaciones imposibles de llevar a la práctica. Pero, en el fondo, son buenos chicos. ¡Pelillos a la mar! ¡Primero, paz y después, gloria! La verdad es que, de vez en cuando, se dejan llevar por el sentimentalismo y nos regalan una alegría. Como ahora, en el ocaso del año, y a punto de comenzar la vorágine festiva, cuando la élite de la ciencia, harta de machacar al personal, hace de tripas corazón y nos desea un tránsito final regado con buen vino.
Y es que son varias las publicaciones médicas, la mayoría anglosajonas, las que en los últimos tiempos vienen publicando estudios en los que se asegura que el vino – ¡siempre consumido con moderación! – es un gran agente protector para las infecciones bacterianas del intestino, para el refuerzo del sistema inmunológico e incluso para el cuidado del corazón, y que su eficacia antioxidante para la prevención de diversos malestares físicos y anímicos parece indiscutible. ¡Ahí queda eso! Científicos como éstos, y conclusiones como las expuestas, hubieran durado menos que un caramelo a las puertas de un colegio en manos de la Inquisición. Pero gracias a Dios, y a su influencia en la desaparición de Torquemada, los dictámenes de sus eminencias han podido llegar hasta nosotros, regalando a nuestros castigados hígados con la suave luz de una esperanza que cada día se nos torna más cara a los pobrecitos bebedores.
Científicos como estos hacen afición, y no como esos otros empeñados en demostrar lo efímero del cuerpo humano y los desastres que el colesterol, y otros alcoholes esteroídicos, provocan en ese amasijo de paralelepípedos irregulares que llamamos vísceras. No hay derecho a tanto acoso y derribo, ¡que parece que estuvieran empeñados en una cruzada para premiar al más sano del cementerio!
Levanto pues mi copa por los doctores británicos que, fieles a sus más ancestrales vicios, han destapado por fin la caja de las verdades y han devuelto la alegría a millones de seres que parecían condenados al ostracismo. Les felicito de todo corazón, en nombre propio y en el de todas las bodegas de la Rioja Alavesa, Rioja Alta y Baja, Navarra, Ribera del Duero, Valdepeñas, Rías Baixas, Valdeorras, Toro, Somontano, Jerez, Burdeos, Borgoña, Rin… La verdad es que esta lista, a diferencia de la de los reyes godos, suena a música celestial a los oídos de los súbditos de su majestad la cepa. Y disculpas por mi ignorancia, única culpable de no incluir en la retahíla de reconocimientos a algún prestigioso caldo inglés que, sin duda, lo habrá.
Sin embargo, a fuer de ser honesto, y muy a mi pesar, no puedo cerrar estas torpes disquisiciones -muy en la línea de las fechas y el momento- sin hacer mención a otros estudios, realizados por otros científicos, y difundidos por otras publicaciones, por lo general también británicas, en los que se afirma todo lo contrario a lo dicho anteriormente, y donde se amenaza con las penas del infierno sanitario a quien ose a levantar su copa llena de algún fluido que no sea agua.
Esas otras investigaciones condenan a los infractores con la irremediable caída en el averno de aquellos Días de vino y rosas que arruinaban las felices vidas de Jack Lemmon y Lee Remick en la extraordinaria película del mismo título, dirigida por Blake Edwards en 1962. Claro está que en el mencionado filme el vino apenas tenía presencia, y los protagonistas ahogaban sus penas en recipientes rebosantes de jugo de coctelera o en vasos llenos de líquido espirituoso, una costumbre también muy anglosajona que, afortunadamente para nuestros páncreas, nunca terminó de cuajar por estos lares.
Yo, por mi parte, cuando me encuentro ante conspicuos estudios cuyas conclusiones sustentan una cosa y su contraria, recurro sin pensármelo dos veces a los clásicos, a los que realmente saben del tema, e irremediablemente siempre acude a mi mente la sabiduría del cineasta John Huston, y aquella frase que pronunció al final de sus días: “Ojalá hubiera bebido más vino y menos whisky”. Pues eso, negro y en botella…