Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Qué estupefacto se hubiera quedado Juan Luis Guerra, rey del merengue y de la bachata, ante las espectaculares colas formadas por jubilados madrugadores que, a las puertas de las agencias de viajes, hace unas pocas semanas, buscaban ‘visa’ para un sueño. Y cuán equivocada estaba la persona que pronunció por primera vez aquello de “¡juventud divino tesoro!”. A buen seguro que, en aquellos tiempos, el personal desaparecía con cierta celeridad de la faz de la tierra y los mayores constituían una especie en extinción. Pero ¡ay!, ¡cuánto ha cambiado la vida! Nadie contaba con la irrupción del gran espíritu IMSERSO, la medicina que cura todos los males.
Los miles de plazas puestas a disposición de los más mayores, auténticas ‘visas’ para unas vacaciones de ensueño, debidamente subvencionadas, duran menos que un caramelo a la puerta de un colegio (valga la paradoja). En apenas horas no queda ni rastro de los deseados pasajes a la felicidad. Los números no cuadran. O sobran viejos o faltan viajes, o no son todos los que están o no están todos los que son. ¡Qué galimatías!
Las ganas de viajar mostradas en las últimas décadas por el colectivo antes llamado “Tercera Edad”, y ahora “Mayores”, estimuladas por las consignas de que la vida es breve y hay que disfrutarla, y por la creciente incorporación al grupo jubilar de auténticos mozalbetes con ganas de jarana, han hecho preciso aplicar elementos correctores al proceso de reparto, a los que, por otra parte, tan aficionados son los padres de la macroeconomía y de los grandes movimientos de masas.
Y como no hay modelo malo, ni prueba que lo demuestre, el gran espíritu IMSERSO ha optado por copiar la técnica de la EBAU universitaria, salpimentada con algunas dosis del “numerus clausus” que históricamente se ha venido aplicando al acceso a algunas carreras. De ello resulta que los primeros siempre son los primeros y los últimos, pues eso, los últimos. Lo cual, en una traducción correcta, viene a significar que la que llega antes se va de vacaciones a las Islas Baleares en el mes de septiembre, y al que se le pegan las sábanas le otorgan plaza para enero en un páramo soriano.
Conocedores de esta máxima avalada por la experiencia, nuestros mayores, o jóvenes maduros, como guste, acostumbrados a las cornadas de la vida y a los madrugones del turno de mañana, saltan de la cama con la energía que sólo da el estar exento de fichar. En la mente, una idea clara: ¡Al que madruga, Dios le ayuda! Habituados a las colas del racionamiento y a las aglomeraciones para sacar entradas de cine, en aquella época en la que televisión era una atracción de feria, se arman de paciencia y se reconfortan con aquello de que “tarde no es y prisa no tenemos”. Saben que hay que esperar pero que, al final, obtendrán su recompensa.
Pero ¡ay!, la tecnología, el sino de los nuevos tiempos que todo lo corrompe y nada perdona, acecha a la vuelta de la esquina. El ventanillero, ese personaje de toda la vida, sujeto cuasi familiar que, al servicio del público, vive enclaustrado en un espacio que desafia las leyes de la física, desaparece un día, del que ya casi nadie se acuerda, y es sustituido por Internet y sus múltiples terminales, que pronto se adueñan de las ‘visas’ para soñar. Y, a partir de ese momento, el terror del jubilado pasa a ser esa impertérrita pantalla, táctil o analógica, que, parpadeando, emite signos luminosos en los que se puede leer: “completo”. Terrible instante en el que las soleadas y calientes arenas se tornan ventisca y fría nieve, y en el que la mente, anonadada por el impacto, cree escuchar aquello de: “buscando ‘visa’ a la necesidad, buscando ‘visa’ que rabia me da, buscando ‘visa’ golpe de poder, buscando ‘visa’ qué más puedo hacer, buscando ‘visa’ para naufragar…”.