Por Amaia Fano (@Hemendik)
Fue Hiram Johnson, senador estadounidense, quien afirmó en 1917 que «la primera víctima de una guerra es la verdad». Lo dijo porque los gobiernos inmersos en la I Guerra Mundial mentían en aquellos días sobre lo que ocurría en el frente y también sobre lo que sucedía en la retaguardia, ocultando que en sus países causaba estragos la llamada “Gripe española” que se llevó por delante a millones de personas en todo el mundo.
Más de un siglo después, no parece que la tendencia se haya corregido. Más bien al contrario. El arte del disimulo, la mentira y la ocultación, en aras de convencernos de lo que no es, se ha perfeccionado hasta tal punto por parte de quienes gobiernan el mundo que, hoy en día, resulta difícil saber lo que verdaderamente ocurre en la trastienda de asuntos que nos afectan directamente a todos, poniendo en riesgo real nuestras vidas y haciendas.
Uno de esos asuntos es la pandemia de Covid19, cuyos datos se han manipulado y adulterado de tal forma que es difícil saber a ciencia cierta a cuántos de nosotros ha afectado -o está afectando- realmente, dado que los positivos que proceden del autodiagnóstico mediante los test de antígenos caseros no están siendo contabilizados en las estadísticas oficiales de muchas Comunidades Autónomas a fin de reducir la tasa de incidencia local; ni en qué medida lo ha hecho pues, si hablamos de las cifras de muertos, no faltan voces autorizadas que echan en falta un análisis pormenorizado de las causas reales de dichos decesos.
Entre tanto terreno abonado de confusión y medias verdades, no es de extrañar que afloren, como setas, teorías (“conspiranóicas”) más o menos verosímiles que intentan explicar las supuestas motivaciones e intereses que subyacen detrás del enigmático virus de origen controvertido.
Sean estas fake o no, la sensación ciudadana es la de que nos engañan. Y en esto habrá que reconocer que el Periodismo (o al menos una parte de él) tiene su cuota de responsabilidad, al dar por buenos los datos oficiales y convertirse en altavoz acrítico de las propuestas gubernamentales (vacunación indiscriminada, reiterada y masiva, necesidad de pasaporte covid, restricciones aleatorias de quita y pon), muchas de ellas sin fundamento científico, prestándose al juego del ensayo y error y llegando a culpabilizar, responsabilizar y hasta atemorizar a la ciudadanía con todo tipo de pronósticos catastrofistas, sin cuestionarse ni indagar más allá.
Por supuesto, todo esto se hace sobre la justificación de que los medios de comunicación tienen un importante papel que jugar en aras a “concienciar” a la sociedad en pro de procurar el bien común. Pero la responsabilidad social ante una pandemia como la que vivimos no nos exime a los periodistas de intentar ofrecer al ciudadano una información lo más veraz, documentada y contrastada posible, a poder ser apoyada en fuentes fiables -estén en consonancia o no con el discurso dominante- para que sea este quien decida cómo obrar en consecuencia, desde su libertad individual. No se trataría tanto de adoctrinar o aleccionar, cuanto de investigar para informar. Un enfoque que, a menudo, se echa en falta en nuestra profesión.
No es este, no obstante, el único asunto en el que la verdad corre el riesgo de salir mal parada en estos días.
El potencial nuevo foco de engaño tiene que ver con la posibilidad de que estalle de un momento a otro una guerra, más o menos convencional (aunque algunos ya hayan acuñado el adjetivo de “híbrida” para referirse a ella), en la frontera de Rusia con Ucrania.
Lo que se nos dice al respecto es que España es aliado de la OTAN y, como tal, debe estar supeditada a sus decisiones. Pero esto no es del todo cierto. De entrada, estamos viendo cómo otros países que forman parte de la Alianza Atlántica (Francia y Alemania sin ir más lejos) están manteniendo una posición mucho más cauta en este asunto, empeñados en agotar la vía diplomática con Putin, pues saben bien lo mucho que se juegan en el envite, mientras las fragatas y soldados españoles son enviados, de manera entusiasta y combativa, como avanzadilla al campo de batalla.
“Hay que defender la legalidad internacional” si es preciso a cañonazos, nos dice Pedro Sánchez, sin hacer mención alguna a los muchos intereses económicos y geoestratégicos que, según voces expertas, permitirían maliciar que el verdadero objetivo de los EE. UU. (y su fiel escudero, el Reino Unido postbrexit) liderando un ataque de la OTAN a Rusia, podría ser el de desestabilizar, debilitar y empobrecer a la unión de potencias europeas.
Y es que son muchos los destacados internacionalistas que advierten de que iniciar una contienda bélica de estas características, en el corazón de la vieja Europa, entraña no pocos riesgos para los países que integran la UE. El primero de ellos -pero no el único- las dificultades que podría suponer para el suministro de gas, siendo Rusia una de las principales fuentes de abastecimiento de la región; lo que, a su vez, dispararía la actual tendencia inflacionista, tal como le sugirió al Presidente Biden el periodista de la cadena FOX que fue gravemente insultado por hacer su trabajo y atreverse a preguntar lo que resulta una obviedad: que hay muy pocos gobiernos que resistan el desgaste político de una elevada inflación durante mucho tiempo. La verdad casi siempre resulta incómoda.
Lo que desde luego nadie se plantea en medio de este tira y afloja prebélico, es averiguar qué piensan los ciudadanos europeos, para quienes en su inmensa mayoría la guerra no es plato de gusto.
De hecho, nunca tuvo la guerra tan mala prensa en el viejo continente. Si ancestralmente fue considerada un valor supremo, enaltecedor de muchas culturas y civilizaciones (Esparta), a la que ilustres pensadores escribieron loas ensalzando sus reales o supuestas virtudes (Hegel se oponía a la creación de instituciones supraestatales -como un gobierno mundial- que la impidieran, porque creía positivo que hubiese guerras de tiempo en tiempo; e incluso el razonable Kant llegó a decir que “en el nivel en que aún se halla la especie humana, la guerra es un medio indispensable para seguir haciendo avanzar la cultura”) hoy, en cambio, y a la luz de los acontecimientos vividos, se considera una opción in extremis, peligrosa e indeseable, típica de primates poco evolucionados.
Aunque tampoco es pacifismo todo lo que reluce. Para Paúl Roscoe, un antropólogo americano que lleva años analizando el fenómeno de la venganza en sociedades tribales, seguimos siendo “cavernícolas, con bombas nucleares” y advierte de que, al creer peligrar lo que consideramos “nuestro” (concepto fácilmente manipulable), los seres humanos somos capaces de actuar contra nuestra propia especie, a la que podríamos destruir con las armas de las que hoy disponemos.
Además de un estado de enajenación transitoria, la guerra es el resultado de una concepción del mundo (la que desprecia la civilización frente a la barbarie), de una cierta mentalidad, un conjunto de creencias y sobre todo de intereses espurios: económicos y geoestratégicos, de poder, ideológicos y/o religiosos. Sin perder de vista que quienes deciden iniciarlas intervienen cada vez menos en ellas, salvaguardando su vida y sus propiedades. Solo resolviendo estas cuestiones mediante una negociación pragmática, contante y sonante, inmunizada frente al virus de la prepotencia y el envalentonamiento, evitaremos que sea una opción posible y plausible. En definitiva, la guerra sólo dejará ser una opción legítima cuando los poderosos se convenzan de que es más rentable no hacerla que hacerla. “Donde hay comercio no hay guerra -dijo Montesquieu- porque este se basa en necesidades mutuas y genera costumbres apacibles”.