Por Javier Sádaba- Filósofo.
Decir algo sobre el amor da pereza y produce miedo. Da pereza porque no se sabe por dónde empezar o continuar. Y produce miedo puesto que se ha escrito o cantado tanto sobre el amor que toda palabra parece una palabra de más. O repite lo que otros ya dijeron. O cae, sin más en lo trivial. El amor, sin embargo, sustrayéndose a la más generosa definición, nos persigue con su cuerpo real, con su poder absorvente.
“El más preciado de los bienes” que decía Platón. El más peligroso de los males que llora el que sucumbe en el trapecio del desamor.
El enamoramiento y el amor son dos procesos o etapas distintas. El enamoramiento es como un rayo del que no podemos defendernos, un golpe que nos da la naturaleza dejándonos en manos de lo que nos sorprende, entusiasma, gusta. El amor es un momento bien distinto. Calmado ya el impulso primero lo que se ama es posible juzgarlo con mayor objetividad, continuar lo que fue un inicio o abandonarlo. Esto es decisivo. Y no tenerlo en cuenta lleva a la pérdida de tiempo, a lo que se suele denominar tóxico y a la zozobra.
Lo dicho debería ser de sobra conocido pero conviene recordarlo constantemente. Como los ritos de paso que estudian los antropólogos a los que nos van introduciendo en la madurez. Pero existe otro estadio más avanzado y que constituye la piedra angular del amor. Es la del amor maduro, la que continúa en el tiempo, la que es retrato de nuestra vida, la que nos da sentido o aquello en lo que tropezamos y caemos.
¿Qué tendría que decir la filosofía a esto último? Aparte de mostrar un respetuoso silencio, que el vivir es una sensata lucha contra la inercia, que hay que cultivar el huerto del amor, que hay que pensarlo, que hay que gozarlo día a día y, cosa importante, que hay que insertarlo en una gran conversación que es el retrato, más joven o más viejo, de lo que somos. Y, cosa también importante, que hay que encuadrarlo en el compromiso político que tengamos. Y es que todo vive entre todos.