Sentado en una butaca del salón de mi casa he estado meditando un buen rato sobre qué escribir. Nada más levantarme, he ido a la ventana y he visto desde la altura del edificio el gran flujo de automóviles y el transitar de los viandantes. Mudo, pero con las neuronas en ejercicio, he tomado la decisión de que el artículo tendrá un 70 por ciento de crónica familiar y un 30 irá sobre football.
Fui un niño de la posguerra civil, el conflicto librado por republicanos y nacionalistas, de un lado, y el bando insurrecto, por otro. También un chaval nacido en el otoño de 1945, liquidada la terrible Segunda Guerra Mundial.
Tomando el núcleo familiar de la parte de mi madre, mis abuelos Lino y Parisia -nada que ver con París y sí con Santa Cruz de Campezo / Kanpezu- fue gente entrañable. Él entró a trabajar como listero -el que marca con tiza lo que la cuerda dice que es un metro, y punto, porque cortar era misión de otro empleado- y salió muchos años después como Administrador General de la Real Compañía Noruega de Maderas, asentada en la vega de lo que hoy es Guggenheim Museoa. Jugó al fútbol como defensor y volante en el histórico Euzkotarra y en una breve etapa en el Acero Club, que ganó la Copa de España de la Serie B en 1924 en la ciudad de Sevilla.
A mi abuela Parisia, además de tenerle auténtica devoción, la recuerdo en sus labores con los fogones. Aquellas benditas amplias cazuelas de barro de jibiones bañados en tinta negra, la de callos mezclados como morros, la de bacalao al pil-pil con su salsa espesa y sus lagunillas de aceite… Recuerdo que a mi abuelo aquellas cazuelas le maravillaban y hacían surgir “¡qué maja es mi campezana!” y seguidamente besaba a Parisia.
Tuvieron tres hijos. Tere, de mente privilegiada pero sin arte en las relaciones sentimentales. Jose Mari, un gudari entregado al rojo, blanco y verde, al que obligaron hacer un tour por las prisiones de España. Y Rosario o Charito, mi querida amatxu, a la que recuerdo siempre jovial, hiperactiva y cariñosa, sentada en la orilla del río Arga con su camisa blanca y falda azul esperando que mi aita sacara del agua barbos, truchas o loinas. Décadas después hubiera dado un buen dinero por tener una visión por un canuto o un agujerito de mi madre siendo niña saltando a la cuerda en Belostikale porque en su juventud fue sietecallera. O bien verla, tras salir de la escuela de Mujika, repartiendo sobre las mesas los platos de comida entre los clientes de la taberna El Porrón, que regentaba su abuela Pía, una mujer con brío que hubo de arremangarse para sobrevivir en los fríos años 20, una vez que perdió a su esposo y a varios de sus hijos.
Yo viví mi niñez y adolescencia en el número 5 de la calle Luis Briñas, en un sexto piso que era una soberbia localidad de tribuna para ver sin coste alguno los partidos de fútbol de San Mamés. Los chavales de mi calle o de mi barrio tenían una pasión desmedida por el balompié, porque a la salida del ‘cole’, bebíamos tanta agua como patadas dábamos al balón. Estábamos enchufados al fútbol: conocíamos el campo y todos sus recovecos, en época de vacaciones veíamos los entrenamientos y ver y casi tocar a Garay, Artetxe, Uribe, Zarra, Orue, Maguregi… Coleccionábamos los dichosos cromos de futbolistas que pegábamos en aquellos álbumes mucho menos coloridos que los actuales, y jugábamos al fútbol porque en la calle, escapando de los ‘chivas’ (policías municipales en bicicleta), éramos jugadores del Unión Club, un equipo que llegó a jugar 107 partidos contra chavales de otros barrios.
Todas esas vivencias deportivas me condujeron luego a desembocar en el Periodismo, pero quizá ésa sea otra historia, y es que no deseo apartarme de mi objetivo. Mi casa fue durante años un palco para ver fútbol. Los domingos venían a casa familiares, amigos de mis padres, los hermanos de La Salle -yo iba al colegio Santiago Apóstol, en el centro de Bilbao- y algunos otros ‘feligreses’ que se autoinvitaban. Eso sí, yo, con ocho, nueve y diez años, tenía una localidad fija frente a una ventana, sentado sobre la mesilla del cuarto de mis padres.
Mi abuelo Lino, que acostumbraba a venir, maldecía por los ‘gorrones’ que daban trabajo a su hija, mi amatxu. Ella preparaba café para que los ‘gorrones’ lo tomarán en el tiempo de descanso del partido y mi aita sacaba la botella de coñac. Así las cosas, mi abuelo tomó una decisión. Me compró una hucha que representaba a un cerdito sonrosado. “Cuando suene el timbre de la puerta, al que entre en la casa le pones delante la hucha y a ver lo que entra”, me dijo. El glorioso 16 de enero de 1957 se jugó en San Mamés el encuentro de la Copa de Europa entre el Athletic Club y el Manchester United de Edwards, Taylor, Colman y compañía. El verde del césped del rectángulo de juego apenas podía verse por el manto blanco de la nieve. El Athletic, que había eliminado al Oporto -la mitad del equipo era la selección de Portugal- y al Honved de Puskas -en momentos dramáticos para el pueblo húngaro por la invasión rusa-, batió por 5-3 al poderoso once inglés con goles de Markaida, Merodio, Artetxe y dos de Uribe. Hoy en día, cuando se recapitula echando una ojeada a los grandes hechos futbolísticos de los rojiblancos, aquella victoria 67 años atrás continúa siendo lo más memorable.
Ernesto Díaz (*)
(*) 60 años en el Periodismo deportivo