Asociación Vasca de periodistas - Colegio Vasco de periodistas

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Azerbaiyán: tapices de barro y fuego

Por Cristina Maruri.

Hasta pronunciar su nombre me resultaba poético, cuando avanzaba paralela a la muralla en la parte antigua de Baku, al encuentro de coche y conductor contratados, para explorar los alrededores de la ciudad.

Día de cielo plomizo y de viento huracanado y gélido, que me mantenía enfundada en gorro, guantes y plumífero, pero incluso con tal adversa meteorología conservaba mi ánimo aventurero intacto.

Avenidas limpias e imperiales, de hermosos edificios de infinidad de tiempos y estilos, y semidesiertas de vehículos y de gentes. Pocos minutos hasta alcanzar un extenso y ajardinado boulevard paralelo al mar Caspio, que no presentaba olas sino pájaros flotando acunándose cercanos a su orilla, para protegerse del temporal.

Unos metros más y ante mis ojos aparecen como plantaciones de cipreses, innumerables torretas de extracción petrolífera. No en vano el primer pozo que data de 1846 se encuentra aquí y nos detenemos para visitarlo.

Transcurriendo varios kilómetros de torres, ya no queda nada más, que un mar que haciendo juego con el gris día y que me acompaña a la izquierda, y una extensa y pelada planicie a mi derecha, con la cordillera de fondo a la que nos dirigimos.

Sale el sol al mismo tiempo que yo del coche, un SUV blanco inmaculado, y tras pagar las entradas caminamos hasta llegar a la base de las rocas.

No hace falta mucho escudriñar para descubrir los petroglifos. Uno, dos, tres, y así hasta cerca de 60.000 que se han encontrado desde que a mediados de los noventa descubrieron el lugar. Grupos danzando, toros y caballos, por doquier, a la intemperie y en las cuevas. Me rodean y me absorben porque puedo imaginármelos, al igual que la dilatada explanada abajo y a lo lejos, cubierta antaño por el mar; cuando me siento en un banco, teniendo por techo una gran losa erosionada, cuajada de conchas.

Todo lo que veo me apasiona y seduce, pero tener un zorro a escasos centímetros tomando el sol sin sentir temor a la especie humana, me maravilla.

De disponer de más tiempo me hubiera sentado a departir con él, pero ponemos ruta a otro de los lugares utópicos que atesora esta tierra. Anecdótico me parece y por ello lo transcribo, que dejemos aparcado el SUV en un lado de la carretera, y en su lugar optemos por una LADA de fabricación rusa y de añada gran reserva, para iniciar un camino de tierra angosto y de grandes curvas y baches, por ser el que nos ascenderá hasta los volcanes de barro.

La describo como una parcela lunar en la que pequeños cráteres burbujean sin descanso. Soledad. Introduzco la mano, pues el barro que arroja desde la tierra el gas metano no lo es caliente y descubro una textura suave y aceitosa. Una sustancia que ya es aprovechada por las grandes corporaciones como tratamiento de belleza en prohibitivos spas. De nuevo hubiera estirado el tiempo como un chicle, pero esta vez el viento que me empuja en todas las direcciones y que me salpica de lodo, hace prudente me refugie en la carcasa granate, cuadrada y valiente, que me sirve de transporte para el retorno.

No cesan los descubrimientos y las fascinaciones, porque el gas metano contenido en el subsuelo de este singular país no puede contenerse y se deja ver en todas partes y de las formas más extraordinarias posibles. En este caso prendiendo las faldas de una montaña.

Huele como si no hubiéramos cerrado la espita de la bombona en la cocina, y cautiva presenciar la constancia de las llamas a pesar de que llueva, nieve y el viento sea aterrador.

Con mucho cuidado me hago la foto porque no quiero salir de allí chamuscada y de nuevo agradezco la protección del coche, porque con una sensación térmica de menos doce grados, no hay plumífero, gorro o guantes que resistan el frío.

Ha regresado el cielo plomizo y con él el atardecer, así que, en un lugar turístico, pero que cuenta con más camareros que clientes, ingiero algo caliente, una sopa de lentejas por menos de 4 euros, y me apresuro a visitar el templo de Ateshgah.

Con la llama eterna en el medio de un patio en el que se descubren canalizaciones milenarias de gas a base de roca, se comprende cómo este fuego ha sido cuna de religiones como el zoroastrismo, y de peregrinaciones, dado su inmenso valor para la supervivencia en estas latitudes de climatología tan extrema. Recorro las habitaciones en las que figuras tamaño natural nos explican qué albergaron. Los delincuentes, el establo, la sala médica, el reducto dedicado a la meditación… y termino la visita, al igual que la luz de un sol inexistente, en el ocaso. 

Reitero mi máxima de que la vida es un viaje de aprendizaje. De cargar las mochilas de conocimiento, porque solo él nos lleva a fumigar intolerancia y miedo. Embebidos en la zona de confort, nos vamos cerrando y muriendo, inexorablemente, como los mejillones en una desértica batea.