Por Cristina Maruri
Hay muchos lugares que llevo en mi alma, sin embargo, de todos ellos destaco una inmensa pradera, en la que dio mil vueltas mi tierra.
Accedí a ella por un bosque encantado, un angosto camino y un más aún estrecho puente, que atravesé sobrevolando un río.
Seguía a tu espalda, y a la mía empujaba clandestino el destino que, tramposo, callaba. Se hizo la luz, desaparecieron las sombras, y el sol se convirtió en emperador de todo cuanto nos rodeaba.
Niñas ofreciendo recuerdos, sueños convertidos en barquitos de papiro. Niños jugando con un balón que hacía tiempo había dejado de serlo, al no quedar en él ni aire ni redondez. Mujeres portadoras de bebés momificados y pies descalzos, pies descalzos, pies descalzos.
Tu brazo tostado, más alargado que los rayos oblicuos de un sol que bostezaba, señalaron el lugar del que emanaba la vida, convertida en poderoso estruendo de agua, saltando al suelo desde la colina. Herida al chocar contra las rocas; se descomponía en millares de vaporizadas gotas, coloreadas en todas y en cada una de las tonalidades del arco iris, al amarse sol y agua, sin que nadie lo pudiera evitar. Tal era la fuerza aquella tarde, que unía el cielo con la ley de la gravedad.
Mis ojos quedaron atrapados entre tanto brillar; verde, azul e infinito. Durante un tiempo que no computé, dejé de ser yo, de estar allí, para por el Nilo navegar y por todo un continente. Mientras mis ojos quedaban definitivamente atrapados en el abismo de los tuyos, mucho más profundo de lo que nadie pudiera sospechar.
Una galaxia formada por dos planetas que escribían en tu mirar: “varias muertes hay ya en mi vida”, y se leía con tanta claridad.
Pero había algo más escondido tras los visillos de tu cristalino.
Un corazón que temeroso palpitaba y al que nunca, por más que lo hubieran intentado, nadie se había podido aproximar. Tal era su capacidad de amar, tal era su pureza, generosidad y bondad.
Capaz de hacer desaparecer hasta la fragilidad del cristal y dejar sin olas el mar. Agotar la saliva en la boca de un charlatán. Guardar todos mis besos y los de todos los cuentos, en el arcón de tu desván.
Y para qué esperar, si se nos apareció la eternidad. Por qué no empezar, hasta llegar a descoser cada hebra del vestido de mi cuerpo y de mi alma, hechos a la medida de tu dedal.
Convirtiendo, el pasado campesino en presente nobiliario y en un futuro reinado; la arcilla en barro. Siendo dos estrellas fugaces sobre un océano de amor perpetuo.
Desde aquel instante, cualquiera que dirija su mirada hacia el horizonte, verá por siempre y en cada atardecer, dos pájaros dorados entrelazar sus alas cuando atisbe el milagro: el nacimiento del Blue Nile.