Por Javier Sádaba.
Ante el reciente cambio en el Papado con la elección sui generis de uno que sucede a quien ha fallecido, han estallado montones de comentarios. Desde dentro y desde fuera de la Iglesia. Conviene resaltar que muchas críticas a la Iglesia Católica surgen desde dentro. Piénsese en la casi extinguida Teología de la Liberación o de otros grupos que no cesan de alzar su voz ante una institución a la que siguen perteneciendo. Pero se han oído también algunas denuncias a la Iglesia que producen sonrojo. Gritan contra lo que llaman una, si no la más perversa de toda institución que habite en este mundo. Y lo hacen sin tener ni idea de la Historia de las Religiones, de la Teología o del Estado Vaticano. Los que somos agnósticos y pertenecemos a la Europa Laica no hemos parado de denunciar los privilegios eclesiásticos en España. Pero el laicismo, que separa tajantemente la Iglesia del Estado, es universal.
Por eso sorprende que no se diga nada de las matanzas de cristianos en Siria, en el Congo, en Nigeria y en otros lugares, a manos de un islamismo radicalmente enloquecido. O de la persecución a Nazarín Armanian por parte del Estado Teocrático Persa. Sobre todo, esto un silencio vergonzoso. Y es que existen las fatuas intolerables y una represión que indigna, por parte de los Estados Teocráticos. Es hora de que se oigan voces sensatas y equilibradas. Y no se caiga en la flagrante contradicción, y es un ejemplo, de quitar los crucifijos y alentar los velos. Esta situación puede tener varias causas. Una es un necio multiculturalismo. Otra un hipócrita buenismo. Otra una actitud política pseudoizquierdista. Pero yo señalaría dos más. Una es la cobardía. Los mismos que no se atreverían a abrir la boca ante una Mezquita o una embajada de Estados en donde quien manda es el Ayatola de turno se desgañita contra lo que tenemos en casa y que no por eso les va a perseguir nadie. Y la segunda es la ignorancia. Cuando se habla de lo que no se sabe se expone uno al ridículo.