Asociación Vasca de periodistas - Colegio Vasco de periodistas

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DESCRIPTORES PARA ENTENDER EL COMPORTAMIENTO DE LOS MEDIOS EN LA GUERRA

Por Carlos TaiboEscritor y editor, profesor jubilado de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid

El profesor Taibo acaba de publicar “En la estela de la guerra de Ucrania, una glosa impertinente”. Asimismo,  recientemente ha llegado a las librerías la séptima edición actualizada de “Rusia frente a Ucrania. Imperios, pueblos y energía”, un libro publicado en 2014.

Taibo, el pasado 17 de noviembre ofrecio en Bilbao una conferencia sobre “UCRANIA-OTAN-RUSIA” en la que aportó claves interesantes para entender la escalada militar, los orígenes del conflicto, los intereses geopolíticos , las perspectivas o posibles desenlaces que pcabe esperar.

 En el transcurso de la misma planteo tres observaciones sobre el comportamiento que mantienen los Medios en esta guerra que, en su opinión, se caracteriza por:

“La CENSURA: Aquellas voces que se atreven a sugerir que las potencias occidentales también tienen responsabilidad en la gestación de esta guerra han sido proscritas.

EL MANIQUEÍSMO: Yo puedo entender que en un conflicto en el que en su condición actual hay un agresor y un agredido exiista un impulso casi ideologico  encaminado a solidarizarse con el agredido. Bien esta,  pero hasta el punto de relatar un cuento de hadas. Parece como si en el reñidero ucraniano hubiesse un ejercito criminal ruso y un grupo de mongitas ignorantes, ingenuas: las fuerzas armadas ucranianas.

No hay una guerra en el planeta que se ajuste a semejante descripción.

El tercer y último código imperante en los medios es una incipiente e inquietante rusofobia que ha suscitado, como reacción, una no menos inquietante ucraniofobia.

El efecto mayor de la acumulación de estas tres circunstancias es que los expertos han desaparecido de los estudios de televisión y radio.  En el mejor de los casos han sido reemplazados por especialistas en cuestiones militares que saben mucho de tanques, lanzallamas y misiles pero que son incapaces de mencionar una fecha o un nombre propio vinculado con Ucrania o con Rusia.

Si a pesar de esto ha quedado vivo algún debate hay están los tertulianos para aniquilarlo. El máximo experto español en Ucrania es el presidente cántabro Miguel Angel Revilla escudado por figuras como Jose Bono, Cristina Almeida o Jose Sacristan…

Este es un conflicto en el que uno no puede echar mano, en momento alguno, del matiz porque si echas mano del matiz, inmediatamente eres descalificado como protector del otro.

Si uno se atreve a criticar a la OTAN es que por definición tiene que ser un Putiniano enaldecido. Y si uno plantea quejas con respecto a la conducta de la federación rusa es que esta comiendo de la OTAN. Yo me niego a aceptar ese tipo de códigos.

En estas circunstancias uno está obligado a ser muy firme en el rechazo: No me interesan esos Medios de incomunicación que propician discursos monocordes y que evitan cualquier tipo de disonancia que interrumpa el código de una versión completamente cerrada de los hechos”.

Capítulo primero de su último libro «En la estela de la guerra de Ucrania. Una glosa impertinente» (Catarata, Madrid, 2022).

Estos primeros textos subrayan, por encima de todo, la precariedad de nuestros conocimientos y el hecho, paralelo, de que sobre ellos pesan prejuicios y censuras premeditadamente perfilados. El discurso al uso tiene casi siempre una condición maniquea que exige adhesiones sin fisuras y que, al cabo, se traduce en un formidable ejercicio de desinformación.

  1. En una localidad del País Valenciano hablo con uno de nuestros más granados investigadores en materia de paz y conflictos. En un momento determinado señala que quienes, a su entender, eran expertos en el área geográfica correspondiente –y no hay ningún motivo para dudar de que en efecto lo eran- fueron visiblemente incapaces de prever la intervención militar rusa en Ucrania. Muchos de quienes, por el contrario, ningún conocimiento mostraban en relación con tal área geográfica acertaron, en cambio, a la hora de predecir esa intervención.

Creo que lo de los segundos no arrastra ningún misterio. Se limitan a seguir una corriente, la dominante, que no hace sino repetir las monsergas que llegan de arriba. En el peor de los casos, aciertan una vez de cada dos. Mayor interés tiene escarbar en por qué los expertos se equivocaron en sus pronósticos. Creo que las razones fueron principalmente dos. La primera la aportó el hecho de que en la era putiniana, esto es, en las dos últimas décadas, no se había manifestado ningún antecedente, ni próximo ni lejano, de una intervención militar como la registrada en Ucrania a partir del 24 de febrero de 2022. En lo que hace a estas cuestiones, y durante esos dos decenios, el presidente ruso demostró ser un político prudente que medía puntillosamente las consecuencias de su conducta y asumía, de resultas, riesgos muy limitados.

Tal fue lo que ocurrió en Chechenia en los años siguientes a 1999 –sabía que las potencias occidentales no moverían un dedo y tratarían la cuestión como un asunto interno de Rusia-, en Osetia del Sur en 2008 –era conocedor de la debilidad del ejército georgiano, de la precariedad de los apoyos externos de los que este disfrutaba y de las ventajas que se derivaban de responder a una acción militar ajena- y en Crimea en 2014 –las posibilidades de que las fuerzas armadas ucranianas reaccionasen eran escasas en un escenario en el que Rusia disfrutaba sobre el terreno de contingentes militares importantes-. En 2022 la Rusia de Putin asumió en Ucrania, sin embargo, riesgos mucho mayores que los que hubo de enfrentar en crisis anteriores, riesgos para los que, por añadidura, no parecía particularmente preparada.

La otra razón que explica el error en el pronóstico no hace sino beber de lo último que he señalado. La intervención militar rusa en Ucrania abre el camino a un sinfín de incógnitas que podrían trastabillar el esquema de poder y equilibrios que Putin ha ido trenzando laboriosamente durante años. Y lo último que cabía esperar era que el presidente ruso asumiese alegremente los riesgos correspondientes: semejante ligereza no formaba parte de su currículo. Ello es así por mucho que uno tome en consideración, también, las consecuencias de determinados errores de percepción que a buen seguro no han sido precisamente menores.

Verdad parece, por otro lado, que el error de predicción de los expertos algo le debió a las declaraciones y los rumores, cargados de contradicciones, que se revelaron en los días, en las semanas, anteriores a la invasión rusa de Ucrania. La certeza de los portavoces del gobierno norteamericano en lo que hace a la inevitabilidad de aquella más bien sonaba a un ejercicio de retórica bélica vacua, y contrastaba con alguna declaración del presidente ucraniano, Zelenski, quien llamaba la atención sobre el alarmismo desmesurado que se manifestaba en tantos medios. Aunque, claro, Zelenski también podía formar parte de un ejercicio de engaño y apariencias.

De por medio, en suma, y retórica aparte, era difícil apreciar del lado occidental alguna voluntad de rebajar las tensiones. No está de más recordar que en diciembre de 2021 Putin exhortó al gobierno norteamericano a renunciar a nuevas ampliaciones de la OTAN en la Europa central y oriental. Sin éxito alguno. Y que, antes, había repetido una y otra vez que lo suyo era retomar las negociaciones de control de armamentos, las más de las veces rotas de resultas de conflictivas decisiones estadounidenses. De nuevo sin éxito.

2. Me siguen fascinando esos discursos unilaterales que entre nosotros lo inundan todo. Uno de ellos, abrumadoramente mayoritario, cierra filas con la Ucrania de Zelenski y no aprecia responsabilidad alguna del mundo occidental en la gestación de un sinfín de problemas y desencuentros. El otro, minoritario pero con presencia importante en las redes sociales, considera que la Rusia putiniana ha hecho lo que debía y, desde prismas ideológicos a menudo dispares, alaba su decisión de plantar cara a lo que se entiende que son la ignominia y la hipocresía occidentales.

Al amparo de esos dos discursos, y como cabía esperar, todo son virtudes de nuestro lado y todo miserias del lado rival. Para los primeros Rusia es un Estado que, militarista, autoritario y dictatorial, desprecia la vida y los derechos humanos. Para los segundos la Ucrania de estas horas, una construcción fascista y vendida al gran capital, merece recibir una lección como la que sufrió en su carne la Alemania hitleriana en 1945.

En la esencia de estas caricaturas, que casi siempre confunden gobernantes y pueblos, está el designio de aparcar cualquier dato que no contribuya a afianzarlas -al enemigo ni agua-, se aprecia el propósito de crucificar a quien no piensa como uno –convertido entonces en un sicario de Putin o en un simpatizante del fascismo más abyecto- y se revela un uso intenso de rumores –los crímenes incontestables de los militares rusos, las instalaciones ucranianas de producción de armas biológicas- que, indiscutidos, mueven siempre el carro propio. Aunque la concreción de estas percepciones en forma de libros dibuja con frecuencia realidades más complejas, no faltan los ejemplos de obras que se decantan claramente por una de las posiciones glosadas y que, de resultas, tienen un carácter manifiestamente previsible[1].  

3. En lo que se refiere al tratamiento mediático del conflicto de Ucrania tal y como se ha hecho valer entre nosotros, tres son los rasgos que me interesa subrayar. El primero es la censura, que afecta ante todo a aquellas opiniones que –ya lo he señalado- se atreven a sugerir que las potencias occidentales también tienen responsabilidades, y no precisamente menores, en la generación de ese conflicto. Las voces que han apuntado esas responsabilidades han sido comúnmente proscritas, cuando no vilipendiadas. El segundo es lo que estimo que a la postre ha sido una manipulación maniquea. Es fácil entender que en una guerra en la que, al menos en su estadio actual, hay agresores y agredidos, los segundos sean objeto de una solidaridad tan lógica como elemental. Más difícil es justificar, en cambio, el cuento de hadas que al cabo ha despuntado y que habla por un lado de un ejército asesino y criminal, el ruso, y por el otro de un grupo de monjitas que se limitarían a defenderse. Ningún conflicto bélico es así. El tercer y último rasgo, estrechamente relacionado con los dos anteriores, no es otro que una creciente e irracional rusofobia[2] que no ha dejado de provocar la manifestación, en determinados circuitos, de una igualmente inquietante ucraniofobia.

Al margen de lo anterior, los expertos en el área geográfica objeto de mi atención, que no eran muchos, han desaparecido de las pantallas de televisión y de las emisoras de radio. En el mejor de los casos han sido reemplazados por especialistas en cuestiones militares, que saben mucho de tanques, de regimientos y de cazabombarderos, pero que son incapaces de invocar un nombre propio de persona o de lugar vinculado con Ucrania o con Rusia, o una fecha precisa.

En esta tarea han despuntado también, naturalmente, nuestros líderes de opinión, que ejercen como todólogos sin límite de conocimientos. Cada periódico tiene el suyo. Si, en tales condiciones, algún rescoldo de debate ha quedado vivo, ahí están los tertulianos, en fin, para apagarlo. A duras penas puede ignorarse que Miguel Ángel Revilla, el presidente cántabro, ha sido de siempre un experto en Ucrania.

Un fiel retrato de muchas de estas miserias lo aporta la actividad desarrollada por una instancia oficial, el Instituto Elcano, que hace años se autodescribía, sospecho que correctamente, como una organización bipartidista. El adjetivo lo emplazaba –entiendo- al servicio, y bajo el dictado, de los dos grandes partidos españoles. Con semejantes antecedentes no cabe esperar, claro, que en sus actividades se beneficie de algún tipo de pluralismo: lo que se manifiesta es un tono monocorde en el que la disensión y el debate faltan en provecho de las tesis que llegan, en lugar singular, de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Me permitiré apostillar, con Walter Lippman, que “cuando todo el mundo piensa igual, es que nadie está pensando”[3].

4. No estoy en condiciones de evaluar si circunstancias como las que acabo de mencionar se revelan también en otros escenarios geográficos. Supongo que en modo alguno faltan. Me cuesta trabajo creer, de cualquier modo, lo que asevera Giuseppe Sabella en relación con Italia, un país en el que, siempre según esa versión de los hechos, y a diferencia de lo que ocurre aquí, se impondría el designio de señalar las responsabilidades de las potencias occidentales y sería evidente la influencia de redes prorrusas y prochinas[4].

Mi impresión es, de cualquier modo, que cuando uno lee los volúmenes colectivos, o los monográficos de revistas, que en los últimos meses se han ido publicando por ahí adelante en relación con el contencioso ucraniano, el ejercicio es infinitamente más plural, y más sesudo, que el que se registra en España. Sí que me atrevo, en fin, a juzgar la llamativa y conflictiva decisión de la Unión Europea en el sentido de prohibir las emisiones de dos medios de comunicación rusos: Russia Today, por un lado, y Sputnik, por el otro. Sabido es que esa polémica decisión se justificó sobre la base de la idea de que tales medios eran instrumentos de propaganda al servicio del Kremlin. No creo que nadie en su sano juicio pueda poner en duda que, en efecto, lo eran. Será, sin embargo, que entre nosotros no hay medios de comunicación entregados a la propaganda al servicio de unos u otros. Me da que, si optásemos por aplicar un criterio como el desplegado por Bruselas, habría que cerrar la mayoría de nuestros medios.

5. Comentario aparte merecen las redes sociales, que con el paso de los años han ido adquiriendo, como es sabido, un peso creciente. No dudaré a la hora de describir como malsano ese peso. Las redes han sido escenario principal de acogida de los discursos maniqueos que acabo de mencionar. En ellas es común, por lo demás, que esos discursos se desplieguen con inusitada rotundidad, algo acaso propiciado por la brevedad de las intervenciones y los mensajes, por la presencia inusitada de argumentos ad personam y por lo que con mucha frecuencia es un lamentable y cobarde anonimato. Los todólogos, en cualquier caso, menudean en las redes.

Parece que quienes dirigen, entre nosotros, los sistemas mediáticos al uso están preocupados por el eco que en las redes que me ocupan disfrutan las posiciones que genéricamente describiré, no sin algún equívoco, como prorrusas. En el buen entendido de que las posiciones en cuestión en ocasiones lo son de personas que hacen uso sin más de su derecho a expresarse y en otras, a buen seguro, el producto de operaciones tramadas con origen no siempre fácil de identificar. Aunque mi simpatía por las posturas invocadas es nula, o casi nula, no deja de sorprenderme que un sistema mediático entregado a las manipulaciones más groseras, como es el nuestro, se queje del carácter delirante y de la falta de criterio que exhiben tantas intervenciones en las redes. 

6. En el inicio de la guerra tomé la decisión de no atender las peticiones de los medios. Al respecto pesaron tanto razones de equilibrio personal como motivos de higiene pública que me aconsejaron huir del ruido. Solo hice dos excepciones: la de un programa de radio admirable como es “La linterna de Diógenes” y la de un semanario virtual catalán llamado El Crític. Meses después concedí una entrevista, en fin, a una publicación local en Galicia. En las primeras semanas de la guerra escribí, eso sí, algunos artículos que fueron difundidos por ahí adelante. 

No me he arrepentido de haber seguido esa línea de conducta, y eso que entre los numerosos medios que, pese a todo, me buscaron –creo haber recibido un centenar de mensajes y de llamadas- los había que me merecían un pleno respeto. Me interesa identificar, aun con todo, algún código de conducta que, no por esperable, me pareció llamativo. Un buen día me escribieron de un canal de televisión para proponerme una entrevista sobre el papel de Bielorrusia en la guerra de Ucrania. Aunque más tarde pude comprobar que el periodista con el que trataba era una persona respetable y sensible, no me quedó más remedio que concluir que el propósito era colocar en la pantalla a una voz moderadamente disidente pero condenar a esta última a hablar de una materia especializada y nada conflictiva, o, lo que es lo mismo, mantener sus declaraciones lejos de cualquier contestación de la OTAN y de sus miserias. El procedimiento se repitió muchas semanas después, ahora desde el otro lado del espejo. Una agencia de noticias rusa se puso en contacto conmigo para sacar adelante una entrevista sobre la OTAN. Hubiera aceptado de buen grado si antes me hubieran ofrecido la oportunidad de sopesar los dobleces de la Rusia putiniana en Ucrania. Pero esto, claro, no entraba dentro del guion. Recuerdo también, por cierto, que un diario digital impregnado de sano progresismo consiguió, en virtud de razones que no viene a cuento mencionar, que aceptase una entrevista más.

Cuando me llegaron las preguntas –debía responder por escrito-, me percaté de que el tono medio lo aportaba el deseo de escarbar en la condición del sistema de partidos de la Ucrania subcarpática… Ante mi negativa a responder a un cuestionario, que, de nuevo, esquivaba cualquier consideración crítica sobre la conducta de las potencias occidentales, y pese a que esperaba que reformulasen el contenido de las preguntas, recibí la callada por respuesta. La prensa del régimen sabe situarse.  

Desde el momento en que se inició la guerra no recibí mensajes ni llamadas de la televisión y de la radio públicas –menos mal que disfrutamos del gobierno más progresista de la historia-, y tampoco de la cadena SER, que hace un par de décadas se habría puesto en contacto conmigo tres o cuatro veces al día. Eran, eso sí, otros tiempos. Tampoco me buscó ninguno de los periódicos en los que, tres lustros atrás, escribía. Miento: para mi sorpresa me llegó un mensaje de una periodista el diario El País que me proponía participar en un vídeo sobre las fronteras de Rusia. Respondí –creo que con exquisita corrección- que suponía que a los mandamases del periódico, que me habían puesto en la calle tiempo atrás, no les haría mucha gracia verme, siquiera fuera en un vídeo de difusión marginal. A tono con la educación, más bien escasa, que muestran la mayoría de los profesionales que trabajan en ese diario, también esa explicación quedó sin respuesta. Hubiera bastado un prosaico “Lamento mucho lo ocurrido, Carlos. Entiendo lo que dices. Va un saludo”.           

7. Tras veinte años de contestación frontal de lo que significan la figura y la conducta del presidente Putin, ahora resulta que soy un indecente prorruso. Un profesor de la Universidad Rey Juan Carlos me emplazó en la rúbrica general de los antisistema que, aunque quieran ocultarlo, consideran que Putin es una pobre víctima y estiman que el modelo que ha ido perfilando en Rusia es el adecuado para el lugar en el que escribo estas líneas. Será que Putin defiende la autogestión, la democracia directa y el apoyo mutuo, y que yo no me había percatado.

Hace unas semanas el diario barcelonés La Vanguardia señalaba en su web que «los contrarios a la OTAN acaparan la conversación digital en España», para agregar a continuación que «los prorrusos recurren a bots para monopolizar la actividad en las redes»[5]. Salta a la vista, claro, que quienes rechazamos lo que significa la OTAN no podemos ser sino prorrusos. Tanta sutileza abruma. Y eso que esta es la prensa que presume de liberal y pluralista. Tengo la impresión de que los periodistas de a pie, sin duda sometidos a un control y una represión molestos, podrían hacer, sin embargo, algo más. Lo que se prepara para el futuro, también aquí, es, en cualquier caso, inquietante. 


[1] Véanse, por ejemplo, para la primera de las posiciones, Yuri Felshtinsky y Michael Stanchev, Blowing Up Ukraine (Gibson Square, s.l, 2022), y Taras Kuzio, Putin’s War Against Ukraine (Taras Kuzio, sine loco, 2017). Para la segunda, Franco Cardini y Fabio Mini, Ucraina. La guerra e la storia (PaperFirst, Roma, 2022), y VVAA, Ucraina. Golpe, guerra, resistenza (Red Star, Roma, 2015).

[2] Véanse Dominic Basulto, Russophobia. How Western Media Turns Russia into the Enemy (The Druzhba Project, sine loco, 2015); Guy Mettan, Russie-Occident. Une guerre de mille ans. La russophobie de Charlemagne à la crise ukrainienne (Des Syrtes, Ginebra, 2015), y Andréi P. Tsygankov, Russophobia. Anti-Russian Lobby and American Foreign Policy (Palgrave Macmillan, Nueva York, 2009). 

[3] Citado en Stephen Cohen, War With Russia? From Putin & Ukraine to Trump & Russiagate (Hot, Nueva York, 2019), pág. 212.

[4] Giuseppe Sabella, La guerra delle materie prime e lo scudo ucraino (Rubbettino, Soveria Mannelli, 2022), págs. 7-8.