Por Mikel Pulgarín– Periodista y Consultor de Comunicación
Doctores tiene la Santa Madre Iglesia, pero no sólo ella. La competencia del momento es tan desaforada que ni a los santos se respeta. El marchamo de exclusividad y originalidad de ese título, con el que el Vaticano distinguía a aquellos moradores de los altares que más habían destacado en la defensa o enseñanza de la religión católica, hace tiempo que experimenta una amenaza de enormes proporciones. Los intrusos han levantado su tienda en Tierra Santa. Los doctores proliferan por doquier.
El mundo académico, terrenal hasta el pecado, entró pronto en competencia con el celestial. Y disputó con los vetustos santos (muchos de los cuales no habían cursado estudios superiores) el acceso al grado de Doctor. Esa batalla, que una vez más perdieron los inquilinos del firmamento, se saldó con el reconocimiento explícito a la capacidad de las Universidades (y de otros centros tutelados o concertados) para emitir el citado título. Después se rizó el rizo, y los mencionados centros del conocimiento se sacaron de la manga el diploma de “Doctor Honoris Causa”, en el que algunos intuyen los primeros vestigios científicos del Marketing y de las Relaciones Públicas. Ya para entonces el santoral se había resentido.
Sin embargo, los precursores de la enseñanza reglada no las tenían todas consigo. Un rival, muchísimo más curtido en las lides de la vida que los honorables y decentes santos, acechaba las aulas magnas y rectorados. Alquimistas, Magos, seguidores de la Piedra Filosofal, Brujos, Herejes y fabricantes de pócimas, eternos perseguidos de la Inquisición y de otros brazos armados, prole tan equidistante de los altares como de los pupitres, pronto entendieron -con esa agudeza que sólo proporciona la miseria y el miedo- la oportunidad que se les presentaba. Enviaron a sus vástagos a las facultades de Medicina de famosas y doctas universidades. Y éstos, entre disección y disección (actividad que fuera de los académicos muros podía suponer la hoguera), alcanzaron el título de Doctor que ya jamás abandonarían.
No es de extrañar, por lo tanto, que el término Doctor haya sido en los últimos siglos sinónimo de Médico, aun cuando éste no tenga el grado académico exigido para su logro. La cuadratura de un círculo, que sólo los descendientes de los antiguos brujos pudieron conseguir. Lograda la hegemonía y exclusividad del título, ya socialmente indiscutibles, los médicos supieron mantenerse en el difícil “machito”. Para ello recurrieron a todas las argucias, incluidas algunas de las más nobles y populares artes.
Otros gremios lo intentaron, pero sin resultados estables. Aún se pueden percibir los lamentos de ingenieros, economistas, arquitectos, químicos o físicos en sus desesperados intentos por que el populacho se dirija a ellos, como ocurre en algunos países de Latinoamérica, con el apelativo de Doctor. ¡Verdes las han segado! Por estos parajes, si no llevas bata blanca no te comes un colín. Salvo que te apellides Zhivago, Watson, Hyde o Caligari, seas Doctor en Alaska, te conozcan como “The Good Doctor”, te parezcas a un tal House o te apoden “El Fugitivo”.