Asociación Vasca de periodistas - Colegio Vasco de periodistas

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La Sierra del Brezo

Por Cristina Maruri

Todo era rojo, humo, sangre de fuego. Naturaleza perecida inocente, manos culpables que nunca habrían de ser descubiertas. Todo era dolor en grado infinito, y desesperación para llenar mares y océanos, que bien hubieran servido de tenerlos cerca, de haber podido utilizar sus aguas, para sofocar un halo de muerte y horror que se extendía.

Sus ojos permanecían abiertos, una mirada aterrada que nada comprendía. Solamente que aquello que conocía y que más amaba; se moría.

La cuadra, los corderos y la vaca. Todos sus perros, la huerta; su hogar.

Ardía el tejado y su habitación había dejado de existir. Sus ropas y sus dos muñecas. Muchas más, no había en una casa dedicada a trabajar y a pagar facturas con dificultad.

Pero Amalia siempre se había sentido rica y dichosa, porque con unos padres a los que abrazar y una hogaza caliente de pan, con campos para jugar y un beso de su madre al acostar, su mandil se convertía cada día en vestidito de princesa; coronando su atuendo una diadema, extraída de cualquier negrillo apostado en la orilla del riachuelo, ya muy viejo; porque qué poca agua llevaba.

Una felicidad compartida, porque en su casa todos lo eran. A pesar de penurias y piedras, las de un camino estrecho y empinado. Una familia de campo, de tierra adentro, de las sencillas, de las humildes, de las que existen a millares, pero a las que apenas se conoce porque no hacen ruido; no se quejan. Porque están demasiado ocupadas en trabajar para salir adelante y demasiado cansadas para desperdiciar fuerzas.

Por eso el monte se quemaba. Porque no había sido prioritario en el programa electoral. Porque se había terminado el presupuesto en nadie sabía qué. Porque las administraciones no se ponían de acuerdo, porque se había estropeado el helicóptero, por mil y una razones fantásticas, porque en la realidad, nadie sabía por qué nada se podía hacer.

Los hollines volaban y se intensificaban, mientras a hombres y mujeres armados con azadas, mantas y cualquier utensilio peregrino pero útil; se les chamuscaba la piel y se les partía el alma.

De mientras; Amalia observaba. En una tina amarilla en la que la había metido su madre y medio llenado a duras penas, con agua de una fuente tan seca, como las tetas de la vaca añeja, que de no morir, pronto hubieran sacrificado, para obtener un puñado de recursos. Sus veinte kilos y escasos años, eran puro miedo. Pura incomprensión. Puro terror.

Apretaba un pequeño patito negro contra su pecho, de una forma tal, que a punto estaba de asfixiar a aquel pobre animal, que le habían regalado por su cumpleaños, porque en el mercado poco costaba y era un excelente amigo para una niña, que se criaba sola a falta de hermanos.

El cuadro era dantesco, Goya hubiera utilizado cualquier soporte como lienzo para poder inmortalizar la imagen misma del mal. Pero allí no había ningún genio, ni siquiera un teléfono. No había más que lucha contra los elementos y rabia, batiéndose en las almas, para detener el fuego. La miseria de los más miserables. Los olvidados. Pero acaso ellos no tenían derecho a que se cuidara el monte, a que se vigilara. Era su medio de vida, su principio y fin; su herencia.

¿Es que nadie podía hacer nada? ¿Es que no se podía haber hecho más? ¿es que no se puede prever? Preguntas sin respuesta que retumbaban en sus cabezas, mientras casi ardían sus cuerpos, al estar tan sumamente próximos a la fuente infernal de calor.

Gentes sencillas sí, pero no gente idiota, pensaban, mientras al borde de la extenuación continuaban, porque para vivir ellos, el fuego habría de morir.

Y llegó la noche más negra y a la vez más luminosa, pero no llegó el sueño, apenas se añadía media docena de bomberos, de un pueblo más grande en una comarca vecina. Al parecer, mientras ellos luchaban a destajo, otros hablaban, pero en diferentes idiomas, porque no se ponían de acuerdo. Y nadie ni nada más llegaba; solo el fuego que avanzaba. Auspiciado por un viento que lo acrecentaba; por toda la sierra el temido manto se divisaba.

Amalia seguía sosteniendo el patito como petrificada. Una especie de shock infantil, que deshizo su madre con un fuerte zarandeo. “Amalia, Amalia”; le gritó, “ven, ven” y le tendió su mano, para que se la agarrara. Y Amalia y su madre echaron a correr. Porque el fuego se había comido casi toda la distancia, y la tina ya no era un lugar seguro. Nada lo era.

Mamá, mamá” gritaba Amalia, mientras lloraba y corría. ¿A dónde vamos?  

No lo sé, hija mía” le respondió su madre, mientras jadeaba, retenía sus lágrimas y también corría; “Pero no me sueltes; me oyes”

Y Amalia, atrapada por el terror, se aferró tanto a la mano de su madre, que no se dio cuenta de que en la carrera había perdido a su patito.