Por Cristina Maruri
Soy consciente de que no se trata de un tema novedoso, y esa falta de novedad es desgraciadamente la noticia, porque continuamos haciendo gala de este mal endémico que azota nuestra sociedad principalmente en la época estival, en donde nuestro acérrimo y paupérrimo egoísmo, nos hace olvidar cualquier cosa que no seamos nosotros mismos.
Supongo que mi empatía hacia estos seres de cuatro patas, generosos hasta el infinito, me nace, porque mis primeros recuerdos y pasos, lo son agarrada a un abanico peludo, extremo final de un Setter Spaniel llamado Ter, que me hacía de guía y de bastón. Verano seco en tierras castellanas, mediodía de chicharras, paz en el exterior y en el interior.
Mucho sol ha brillado y muchos suelos he pisado, y sin embargo nada ha cambiado, en mi intenso afecto por estos seres que nos esperan a la entrada del supermercado sin pestañear, con la avidez de quien es consciente de que todo su mundo, el epicentro y el aliento de su vida, se encuentra tras unas puertas de cristal, recubiertas de ofertas de carne, fruta o pescado.
Maravillosa estampa es verlos correr por playas o praderas, en una combinación excelsa de belleza, libertad y gratitud, hacia quienes más allá de sus amos, consideran su única familia.
Inocentes e indefensos, nos regalan esa clase de amor, perfecto y completo, que parece proveniente de Krypton, porque jamás ningún humano encontrará entre humanos y en este planeta, aunque revise lo que hay bajo cada una de sus piedras.
Letras que son bajada de telón, para maldecir a cualquiera que les cause daño. Que les torture, abandone y/o maltrate. Que caiga sobre ellos todo el peso de la ley.
Letras que son de esperanza, para apelar a la humanidad del ser humano y a la sensibilidad de los gobiernos. Perros, gatos y por extensión cualquier ser vivo, merece nuestro respeto y su dignidad. Evolucionemos de una vez; seamos mejores.