Asociación Vasca de periodistas - Colegio Vasco de periodistas

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El regreso

Por Mikel Pulgarín Periodista y Consultor de Comunicación

Aseguran los expertos en comportamiento animal que ese viaje de regreso, real o figurado, físico o mental, que, año tras año, emprendemos al concluir el mes de agosto, constituye uno de los peregrinajes más angustiosos de nuestra existencia. Y es que es, en ese momento, cuando las facultades y habilidades que hicieron del homínido un animal erecto se rebelan, y asoma de manera peligrosa esa tendencia a la horizontalidad que el paso de los milenios no ha logrado eliminar. Anhelamos la vuelta a los árboles y maldecimos a aquel simio ambicioso que quiso pasar a la posteridad por su pericia para andar a dos patas. ¡Esas demostraciones se hacen en casa, y con gaseosa!

Aceptada la imposibilidad de volver a caminar sobre cuatro patas, sobre todo ahora que disponemos de ese prodigio de la ciencia que es la almohada cervical (en sus múltiples versiones y marcas), no podemos por menos que sucumbir ante la llamada de la selva que conservamos en los genes, y mirar con nostalgia la frondosidad del arbolado que nuestro vehículo va dejando atrás en el regreso hacia el hogar, dulce hogar.

Los niños duermen en el asiento trasero; el/la copiloto nos acompaña en situación de cuerpo presente, pero con la mente en brazos de Morfeo (o de vaya usted a saber de quién, que esas cosas son muy personales); el abrasador sol de la estepa y la radio son los únicos acompañantes que se mantienen en activo. El asfalto de la carretera y las blancas rayas que se deslizan velozmente por el mismo indican que ya queda menos.

Sin apenas percibirlo, dejamos de escuchar la radio. Una multitud de imágenes inunda el pensamiento. Representaciones plagadas de azules, verdes y amarillos; arenas blancas bañadas por el mar, montañas acariciadas por el frescor del viento; paellas excitantes, cañas de cerveza que rebosan espuma. Es entonces, en esos momentos, cuando un escalofrío nos recorre la columna vertebral y notamos su denodada lucha por encorvarse. Es entonces cuando volvemos a oír la llamada de la selva y miramos los árboles con el mismo sentimiento de angustia con el que ET, el extraterrestre de Spielberg, posaba sus ojos en la luna y exhalaba aquello de “¡Mi caaaasaaaa!”.

En esos momentos no existe en el mundo político, telepredicador, iluminado, vidente o mesías capaz de convencernos de las ventajas de descender de los árboles y caminar erguidos sobre esas dos patas que ahora denominamos piernas.

Sentimos un impulso irrefrenable de detener el vehículo, rasgar la camisa que nos cubre y correr hacia esa masa verde que nos llama con tanta fuerza. Pero, de manera casi imperceptible, posamos nuestra mirada en los parpados cerrados de nuestro/a acompañante, giramos la cabeza para observar el tranquilo reposo de los niños y esas imágenes que, unos momentos antes, nos inundaban, desaparecen.

En su lugar surgen otras, más grises. Vemos enormes calles plagadas de gentes que pululan velozmente, oímos el griterío de una multitud de niños en la puerta de un colegio, sentimos el tacto de un teclado o el calor de un bolígrafo dispuesto a escribir sobre un papel repleto de cifras; olemos el dióxido de carbono que arroja el tubo de escape de un autobús, y experimentamos el amargo regusto de una comida devorada en menos de una hora. Incluso podemos percibir las primeras luces de una Navidad que se aproxima.

Las rayas de la carretera siguen pasando con su ritmo vertiginoso. Los niños se desperezan y el/la acompañante deja los brazos en los que se había abandonado. El sonido de la radio reaparece y la llamada de la selva se atenúa. Ya queda menos para llegar al hogar, dulce hogar. El hombre mono ha regresado.