Por Mikel Pulgarín- Periodista y Consultor de Comunicación
Ese impulso endemoniado que, con los primeros calores del verano, hace que los habitantes del norte fluyan compulsivamente hacia el sur, que los pobladores del este levantino alcen sus miradas al poniente o que hombres, mujeres, niños y ancianos abandonen sus moradas y dirijan sus pasos hacia un destino desconocido -y quizás inhóspito-; ese afán incontrolable por la huida hunde, sin duda, sus raíces en los genes más primitivos que pueblan nuestras cadenas de ADN. El barruntado olor de los verdes prados, el frescor que llegaba de los vientos lejanos o el sol en lo más alto del firmamento, quizás indicaban a nuestros ascendientes más remotos que era tiempo de nomadismo, de cambiar de lugar. Ese código, tan profundo como inconsciente, sigue anclado en el pasado, pero se manifiesta en el presente.
Cada vez son menos numerosos los signos y señales recibidos con claridad que, procedentes de la naturaleza, despiertan nuestro instinto animal; pero abundan los vestigios llegados de vidas anteriores que alcanzan al corazón urbano que palpita en el pecho de los herederos de aquellos primeros pobladores. Los sofocos estivales, las calimas madrugadoras, los rigores de las tardes de jornada extensiva, los desórdenes neuronales del final de curso o la astenia propia de la época, son percibidos por los centros motores como el aviso inequívoco de que ha llegado el momento de buscar nuevos horizontes, es decir, de entrar en la primera página web de viajes que se cruce en el camino con la firme determinación de descargar cualquier archivo indicador del cómo y cuánto del añorado viaje.
Y es que, el descendiente de aquellos lejanos primates, los mismos que nos legaron sus huellas y pelvis en Atapuerca, necesita creer, precisa saber que iniciará el ansiado traslado, la mudanza temporal, pero definitivamente necesaria, al sur, al norte, al este o al oeste; qué más da, la única condición es que el lugar de destino se sitúe en el punto más opuesto al de partida. Pero, cuando el calor aprieta y las fuerzas se debilitan, cuando el hastío o la tensión hacen mella en el cuerpo y alma del futuro viajero, cuando todo se difumina y pierde interés, en ese instante, justo en ese momento, es cuando éste necesita asir con fuerza su pasaporte al paraíso, agarrarse a lo tangible, a la primera prueba de que está en el buen camino, y así cumplir el ritual de observar ensimismado la gran oferta que se exhibe en las pantallas: hoteles, apartamentos, bungalows, campings, autocaravanas, bicicletas y motocicletas, playas, ríos, lagos, montes y senderos, refugios, tabernas, chiringuitos, restaurantes distinguidos, heladerías italianas, copas nocturnas, piscinas diurnas,…
Y durante esas largas tardes plagadas de moscas y de niños correteando, en esos atardeceres rojos que ya huelen a mar y a heno, el viajero impenitente y cada vez más accidental, repasa una y otra vez su guía, traza líneas en un mapa o hace cálculos mentales del dinero que habrá de reunir para hacerse merecedor a unas semanas de inquilinato en un apartahotel abarrotado en octava línea de playa. Allí, en un banco de cualquier jardín o en la mesa de un café se le puede ver, solo o en pareja, atareado en hacer realidad su sueño, en acudir a la llamada que desde lo más profundo de su genética le dice que es tiempo de volver a ser nómada, de cambiar de lugar, de seguir al viento que anuncia las verdes praderas o el azul del mar.