Por Mikel Pulgarín- Periodista y Consultor de Comunicación.
Confieso que cuando abrí el sobre y pude observar su contenido, la perplejidad, la ilusión y la vanidad se debatieron en mi interior en lucha encarnizada. Quién iba a suponer mi adscripción a una de las tribus merecedoras de entrar en el recinto sagrado. Cómo podía yo imaginar ser poseedor de una autorización para penetrar en la Gran Tienda y asistir a la Danza del Valor. Pero sí, no cabía duda; aún no sé si por mi condición de arapahoe o por mis orígenes mohicanos, lo cierto es que en mis manos reposaba una invitación para asistir a uno de los actos de inauguración del Museo Guggenheim Bilbao. Sin duda aquel salvoconducto era mío, y solo mío. Santa Rita, Rita…
Bilbao. Tarde plúmbea de un domingo de octubre de 1997, pasadas las 19,00 horas. La invitación a buen recaudo en el bolsillo del traje. La corbata flameada por el incesante viento. En las cercanías resuenan los ecos del “Carrusel Deportivo”. Ando las calles con decisión. A mi izquierda alguien se fija en el personaje que camina “vestido de romano” en una tarde sin procesiones. Gira la cabeza y susurra en voz baja, para que se le oiga, “te apuesto mil duros a que ese va a lo del Guggenheim”. Bajo la mirada, aprieto el paso y me palpo el pecho izquierdo. Allí sigue el trozo de cartulina que me permitirá acceder al templo del Arte.
Casi son las 19,30 de la tarde. El viento prosigue con su canción. El horizonte se enrojece. Desciendo las múltiples escaleras que conducen a la entrada. O sobra medio escalón o falta otro medio. Uno tiene la sensación de dar pasos cual “Chiquito de la Calzada” en noche de inspiración. Algunos curiosos observan la bajada a las profundidades. Uno, dos, tres, splash. ¡Dios, no me lo puedo creer! Estoy dentro. A las 19,35 horas del domingo 12 de octubre de 1997, siendo Juan Carlos I Rey de los españoles y José Antonio Ardanza Lehendakari de los vascos, el que firma pisa el mármol del suelo del Museo Guggenheim Bilbao. Que así conste ahora y en la posteridad, allí donde sea preciso.
¡Señor, qué espectáculo! La mirada se posa enseguida en las alturas. Las cervicales se resienten de manera severa y el vértigo aparece en cualquier pasarela. Cúpulas, cristaleras, columnas, esculturas con formas de plantas, curvas y más curvas, amplitud de espacio, claridad, estanques dorados, fuentes que expulsan el agua al espacio, luces al compás, luminosos de neón que ascienden y descienden a velocidad meteórica (algunas malas lenguas dicen que patrocinadas por el Colegio de Oftalmólogos), ascensores transparentes, salas con forma de pez, laberintos de arcilla, derroche de color y pintura, eclosión de formas. Piensas en las personas, en los gigantes que han erigido el milagro de la estética, y el cuerpo te pide rememorar al escritor y gritar con fuerza: ¡Levantad la viga maestra, carpinteros!
Ahora, días después, cuando escribo esto, doy gracias a la mano inocente que mecanografió mi nombre en aquel sobre. Aún recuerdo la salida; la agradable sensación del viento enredado en mis piernas. También me acuerdo de la mueca de náusea que, horas más tarde, produjo en mí la visión por televisión del policía tendido, herido de muerte, allí mismo, donde el viento revoloteaba. Y, sin embargo, un atisbo de esperanza se apodera de mí. Un tren se oye ya cercano. Conozco su nombre, sé que tiene como destino la estación de la vida, y estoy seguro de que hará su entrada por la vía del futuro. Ojalá que un día, cuando cumpla 25 años, por ejemplo, pueda compartir con él estas líneas.