Por Cristina Maruri
El confinamiento le producía amargura, ansiedad. Y eso que todavía no había hecho sino empezar. Contar uno a uno los días y los silencios que aumentaban, a medida que disminuía su capacidad de inventar la forma de pasar el tiempo.
Sola, en aquella habitación, aislada de país, familia y buen colchón. Porque no lo era ni en el que se acostaba, lleno de muelles y de manchas; ni el de su cuenta bancaria.
Porque para eso había cruzado el Atlántico, para trabajar a destajo y sacar adelante a su madre y a sus tres hijos, que había dejado, con tanto dolor, atrás.
Cómo habían cambiado las cosas. Cómo podía dar vueltas el mundo. Girar tan aprisa, volverse boca abajo.
Por no tener, no tenía ni a dónde mirar.
Un ventanuco reducido con vistas a un patio oscuro y mugriento. En el que nunca se veía el sol; ese que tantas veces obvió. Una mesilla encurtida por el tiempo y arañada por los malos tratos. Con un flexo de IKEA, negro como sus pensamientos y sus expectativas. Sus ropas, en un armario que por cutre carecía puertas, aunque por otro lado, eran lo único que otorgaba color y calor a la estancia.
Y una mesa y una silla, para sentarse y desesperarse.
Nunca pensó, ni siquiera imaginó, que de todo lo que tenía y de lo que carecía, lo que más valía; era su libertad.