Por Beatriz Manjón vía La Región
Puede que el periodismo no dé para ganarse la vida, pero al menos debe dar para no perdérsela. Con esta idea persuadí a mi timidez para acudir al encuentro de columnistas celebrado en La Mudarra, un interminable páramo vallisoletano, como si Dios hubiera extendido una alfombra infinita en tonos ocre, verde y teja. Allí vive, a modo de farero del legado humanístico de su abuelo, Guillermo Garabito, un columnista tan perfeccionado que escribe columnas hasta cuando habla con esa voz proyectada por el entusiasmo como de ir a arrancarse por el Tenorio, en una casa del siglo XV que es en sí misma una musa, tan atestada de recuerdos que ya sólo puede tener futuro.
Era tal la representación de opinantes en el convite que temía una por la correcta marcha del país, siempre a la espera de que fijemos posición sobre sus asuntos, no fuera a ser que a su llamada de auxilio no quedaran comentaristas prestos a deslizarse por la cucaña con la manguera de la libertad de expresión, compitiendo primero por ver quién la tiene más larga. Pero no, no estaban allí para descansar la opinión, sino para exprimirla, para hacerla trabajar horas extras, sin un sindicalista que velara por su derecho al asueto. Tal y como está el PIB, sería más ventajoso medir la riqueza de España en opinión interior bruta.
Una, que tiene maneras de no ser periodista y únicamente se considera profesional cuando come, contemplaba admirada a aquellos compañeros más interesados en entrar al argumento que al jamón. Hubiera sido más útil ayudando a hacer sopas de ajo a la cariñosa familia Garabito, que se afanaba en la cocina como si tuviera que alimentar a reporteros de guerra, no en vano así definía su labor de cronista parlamentario Wenceslao Fernández Flórez. Tampoco comulgué con el Negroni, Campari a sus anchas, que es la marmita amarga donde dizque hay que zambullirse para encontrar las palabras exactas. Mas nadie me compuso, ay, versos como aquellos de Lorca a Pepín Bello: “Pepín: ¿por qué no te gusta / la cerveza?”.
Se homenajeaba, en su faceta de escritor de periódicos, a José Luis Garci, quien, con los ojos comprimidos, como si todo en la vida lo registrara para recordarlo en cinemascope, confesó sentirse un impostor entre columnistas, pese a adornarle los premios Cavia y Ruano. En verdad, le falta el ego que al columnista le sobra y tiene demasiado que contar. El columnista es ese articulista a quien el papel libra del peligro de extensión y que, cuanto menos tiene que decir, mejor escribe. Su sueño es poder entregar siempre el mismo texto, pues cada columna va de lo que no ha logrado la anterior, pero cobrarlo como si fuera diferente.
Contaba el actor Manuel Alexandre que no pocas veces lo confundieron con el poeta Vicente Aleixandre. “Un Nobel muy merecido”, le felicitaban por la calle, y no le quedaba más remedio que dar las gracias, asumiendo con naturalidad su rol de suplantador. Garci recogió su premio como si fuera el de otro, cuando lo que se estila hoy es recoger como propios los méritos ajenos. Quizá el signo de este tiempo de simulaciones y vidas filtradas, de cacareos en el metaperverso, donde ya es más fácil fingir éxito que un orgasmo, sea que los talentosos se vean a sí mismos como fraude y los ineptos como auténticos genios. Lo peligroso no es el síndrome del impostor, sino los impostores sin síndrome.