Asociación Vasca de periodistas - Colegio Vasco de periodistas

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Intimidad

Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación

Nada más personal e intransferible que la propia intimidad, y, al mismo tiempo, nada más anhelado por el prójimo. El esfuerzo que realizamos para mantener en el más absoluto de los secretos una parte de nuestras vidas, es directamente proporcional al que practican los demás para desentrañar esos misterios de los que nos creen poseedores. Los espías, los cotillas, los chismosos y los “correveidiles” son herederos directos de esa subcultura de la que casi nadie está libre.

Reconozcámoslo, la intimidad de los demás “nos pone”. Desde la más tierna infancia nos interesamos por esos espacios de privacidad que ocupan los otros. Empezamos siendo “voyeurs” y continuamos haciéndonos espías. Escuchamos detrás de las puertas, orientamos el pabellón auditivo hacia los corros vecinos y copiamos al compañero en los exámenes. Más tarde, en plena adolescencia, y con la inestimable ayuda del derroche hormonal, nos dedicamos a la observación minuciosa de nuestros oscuros objetos de deseo, y la combinamos con la afición por el cotilleo y la calumnia. Hablamos mal de todo y de todos. Ya adultos, disfrutamos del placer de la conspiración en los pasillos de oficinas y fábricas, comprobamos lo bien y mucho que un comentario sagaz o despectivo sobre el compañero o jefe de turno acompaña a una copa. Y en la vejez, traspasada la puerta de a la jubilación, el chascarrillo ocupa gran parte de ese tiempo libre tan anhelado durante años, y, cuando la telerrealidad lo permite, las aviesas conversaciones sobre los otros, aunque estos ya hayan desaparecido de la faz de la tierra, dan pleno sentido a nuestras últimas bocanadas de vida.

Nadie tolera al testigo de sus miserias ocultas, y, sin embargo, nada nos gusta más que contemplar las miserias ajenas. En esa aparente paradoja se sustenta, con mucha probabilidad, el caldo de cultivo en el que se desarrolla el celo por la propia vida privada, por ese recinto amurallado que la protege, y, de manera paralela, el irrefrenable afán de derribar los tabiques de la casa vecina. Por eso, para muchos la única privacidad que le queda al ser humano es la que está su mente, algo que ya intuyó Ortega y Gasset cuando escribió que “lo que llamamos nuestra intimidad no es sino nuestro imaginario mundo, el mundo de nuestras ideas”, de ahí que sea tan doloroso abrirla a los demás.

Así y todo, hay personas que se resisten a la tentación de invadir la intimidad de los demás. Su genoma no incluye el riesgo a adquirir esa adicción, y huyen como de la peste de conocer cualquier dato o información de sus congéneres. Se encuentran al otro lado del péndulo. Desarrollan una obsesión enfermiza por sus propios secretos y una aversión no menos patológica por el contacto humano. Su afán no es tanto mantener sus vidas ocultas a los demás, como ahorrarse la intrusión de las de los otros. El imaginario mediático las sitúa formando parte de colectividades o culturas muy cerradas, y el cine las ha convertido en habitantes de pueblos aislados, cercanos a un lago o a un campo de maíz, en los que imperan el terror y los asesinatos. Pero, por encima de estereotipos, acostumbran a vivir en cualquier lugar y proliferan más de lo que a priori se podría pensar. Aunque, en su descargo, habría que recurrir a aquellas palabras que pronunciaba Joan Cusack en la película Armas de mujer: “En casa a veces canto y bailo en ropa interior, y eso no me convierte en Madonna”.

A pesar de todo, el hábito perdura y lo seguirá haciendo por los siglos de los siglos. Dicen que el futuro nos depara horas intensas y memorables en esta práctica de robar intimidades. Es un consuelo. Ya lo avisó José Saramago: “Estamos llegando al fin de una civilización, sin tiempo para reflexionar, en la que se ha impuesto una especie de impudor que nos ha llegado a convencer de que la privacidad no existe”. Sabia reflexión, no menos sensata que la de otro autor portugués, el excepcional Fernando Pessoa: “Si después de yo morir quisieran escribir mi biografía, no hay nada más sencillo. Tienen dos fechas; la de mi nacimiento y la de mi muerte. Entre una y otra, todos los días son míos”.