Por Carlos Martín Beristain, premio Rene Cassin de Derechos Humanos
Los tambores de guerra retumban en el mundo, en una música sorda que no deja escuchar más que la rabia. Los policías de la conciencia juzgan lo que se puede decir o no, lo que se puede manifestar o expresar. Hay sumos pontífices que reparten calificativos, quién es el mal total y quien tiene que respetar los límites. Las varas de medir andan intercambiándose según quien sea el responsable de tantos hechos atroces, como sufre la gente que vemos a lo lejos de cualquier lado de la frontera.
Las guerras vienen con sus asimetrías de armamento o apoyo y con su “modo guerra” como señaló la Comisión de la Verdad de Colombia, en la que todo pervierte su sentido. Las coaliciones de países y los intereses económicos y el apoyo político a los que se considera “los nuestros”, marcan lo que se cree y lo que no se critica. Los niños y niñas muertos no saben siquiera de qué bando son, querían una vida que tenga ese nombre y se quedaron sin ella. Solo escuchamos a las mujeres de Ucrania, Palestina, Rusia o Israel hablar como víctimas que reclaman una salida. Del otro lado, las elites vuelven siempre a los mismos discursos machacones. No hace falta ser científico social para entender que la política que aprieta más y más el torniquete contra Palestina está en la base de todo esto.
El horror contra la población civil es intolerable, y no hay dos lados en eso. El lado de los que ponen el sufrimiento necesita poder ser escuchado. Sabemos que cada guerra genera cierre de filas y un miedo también hacia dentro. Dejar la palabra para después es el peor remedio. Analizar los problemas y responsabilidades y tomar medidas para que no se repita, no puede ser siempre la solución que se posterga, porque eso nos ha traído hasta aquí.
La violencia contra la población se justifica evitando hablar de ella. Es el otro, el “estado”, el grupo contra el que se lucha. Pero la vida de la gente y el territorio es el campo de batalla. Ha habido épocas en que el discurso era sin vergüenza. Ríos Montt, en 1982 en una entrevista con una periodista norteamericana justificó matar a 10 civiles si muere así un insurgente. Un comandante paramilitar en Colombia, en otro intercambio de franquezas, subió la cifra a 20. Para las guerrillas, al justificar sus secuestros, el empresario que no pagaba era el enemigo. En 1954, el gobierno democrático de Arbenz en Guatemala fue derrocado por un golpe militar del coronel Castillo Armas, auspiciado por la CIA, inaugurando el tiempo de las dictaduras, luchas armadas y guerras en los siguientes 50 años en América Latina.
En esta nueva guerra antigua, se habla de las comunidades heridas. Las expresiones extremas, que son utilizadas por discursos extremistas, son un bálsamo para las heridas. Por eso funcionan como un pegamento. En su libro Identidades asesinas, Amin Maalouf, dice que los movimientos islamistas no son un producto del Corán o de la historia de quince siglos del Islam, sino producto de las tensiones sociales actuales. Plantea que se puede entender mejor el integrismo leyendo treinta páginas sobre colonialismo que diez voluminosos libros sobre historia del Islam. Llevamos 60 años viendo cómo se deteriora, se mata, se controla, se ocupa, se dispara en Palestina y a Israel defendiéndose de ataques que provoca su ocupación con muros, cámaras, satélites, tecnología, bombas, y los odios que se rumian o que estallan y que todo eso alimenta. La tierra de Palestina es la cuna de muchas de nuestras culturas y expresión hoy en día de ese nuevo colonialismo de la exclusión y una amenaza de acabar con la población civil, desplazarla forzosamente y no dejarla vivir.
Muchos conflictos sangrientos de los últimos años se han basado en antiguos contenciosos de identidad (“nosotros y ellos”), en África o Europa del Este. Entre el integrismo y la desintegración hay un espacio que no es el de las llamadas democracias occidentales, sino de la coalición desde debajo de todos los países, que busca tener una vida en paz y convivencia con otros pueblos. Vivimos en tiempos en que los políticos están más empeñados en controlar la realidad que en transformarla. Amín Maalouf sugiere, que la elección no es negarse a sí mismos o negar a otros y subraya la importancia de los grupos o movimientos fronterizos: capaces de asumir la diversidad y que sirvan de enlace entre diversas comunidades y culturas.
Edward Said o Daniel Baremboin son parte de esos liderazgos que hay que escuchar. Said escribió hace ahora 20 años, que “la sociedad palestina – devastada, casi destruida, casi arrasada en tantos aspectos- todavía es capaz de dominar con su alma la penumbra creciente”. Baremboin hace unos días señalaba en su mensaje de Si negamos la humanidad de los demás estaremos perdidos, “los frentes no han hecho sino endurecerse aún más a lo largo de generaciones. Estoy convencido: los israelíes tendrán seguridad cuando los palestinos puedan sentir esperanza, es decir, justicia”.
Un conocido líder de las FARC-EP dijo al gobierno de Colombia en una de las rupturas de las negociaciones de paz a mediados de los años 90: nos vemos dentro de 10.000 muertos. Y llegaron muchos más, hasta que el acuerdo de La Habana se firmó en 2016. Una guerra se para con los cálculos políticos, número de bajas, coste político o militar, presión internacional o por el cansancio de que ya no más. La distancia en muchos países entre los gobernantes y sus pueblos crece y se mide en la profundidad de la indignación. Eso probablemente extenderá las amenazas, aunque también acercará una solución que lleva postergándose de dos Estados y que el palestino tenga posibilidades de desarrollarse, mientras llega la otra solución de dos pueblos en donde se tengan condiciones de vida que respondan a la humanidad compartida.
Mi segunda mamá, Fabiola Lalinde, cuyo hijo Luis Fernando era un militante político que fue desaparecido por una patrulla del ejército en Colombia, decía que las cosas se podrían solucionar creando el partido de las mamás, y soñó con una mesa de diálogo y acción de las madres de los secuestrados y las madres de los desaparecidos.
Las cosas hay que hacerlas en el tiempo en que no pueden hacerse. Esperar a que el conflicto madure, como si de la teoría de Newton se tratara, es la peor estrategia. Por eso es tan importante que se escuchen las voces disidentes y audaces, la ética y el respeto por los derechos humanos y el derecho internacional humanitario es lo único que puede salvarnos, porque este es nuestro mundo y los conflictos que amenazan la vida son también nuestros.