Por Fernando D’Addario vía naiz
En una charla en un bar, con amigos de la colectividad judía, coincidimos todos en el horror injustificable que significó la matanza de israelíes por parte de Hamas. Luego la conversación derivó al conflicto general entre Israel y Palestina. Expresé mi opinión, que a grandes rasgos es la siguiente: el Estado de Israel ejerce desde hace décadas una política criminal sobre la población palestina de Cisjordania y Gaza.
A partir de allí las opiniones se dividieron. Uno de los amigos estaba de acuerdo con esa caracterización. Otro se sintió dolido y ofendido: «estás justificando la masacre terrorista cometida por Hamas». Era técnicamente sencillo desmontar la falacia de esa respuesta-ataque: bastaba con argumentar que la condena a una masacre no debería obligar a silenciar otra masacre, por más que una de las matanzas fuera reciente y se hubiera concentrado en unas pocas horas y la otra se viniera produciendo a lo largo de los años. Además, poner un hecho en contexto, proponer una mirada histórica, tratar de entender lo que pasa, no implica ni justificar, ni negar, ni relativizar un hecho puntual horrendo. Pero nada de eso sirvió, ni siquiera, para habilitar el debate. «Este no es momento para miradas históricas o políticas, sino solamente para condenar este ataque terrorista contra civiles inocentes», me dijo.
Es cierto que hoy podríamos hablar «solamente» de este ataque asesino de Hamas. Para que ello fuera posible, los terroristas de Hamas tendrían que haber sido extraterrestres llegados la semana pasada en un plato volador a una tierra idílica donde reinaban la paz y la justicia. La idea de encapsular este momento y depositar en él todas las atribuciones del Bien y del Mal evita cualquier búsqueda de análisis lógico y racional. Porque en el pasado nunca fue momento para que los medios dominantes, los políticos más influyentes y la gente en general condenaran «solamente» los bombardeos indiscriminados a la Franja de Gaza, o la expulsión permanente y cotidiana de los palestinos de sus tierras, la política de apartheid contra un pueblo entero, el bloqueo económico, la creación de un ghetto (dos millones de personas fueron confinadas en un territorio que representa el 2% de la superficie de Israel) que en la práctica funciona como una cárcel a cielo abierto, etc.
¿Por qué el reconocimiento de una cosa implicaría desconocer la otra, cuando están efectivamente vinculadas? ¿Por qué la indignación sesgada y la cancelación a cualquier mirada que cuestione el discurso oficial? La respuesta es muy básica y, acaso, banal: porque así funciona el Poder. Claro que el Estado de Israel tiene un ejército poderosísimo. Pero tanto o más avasallante aún es su hegemonía cultural, que se expande a izquierda y derecha, porque permea en los nuevos fachos (que siempre amaron la limpieza étnica de los vulnerables de turno: ayer fueron judíos y gitanos, hoy son los palestinos pobres) y en muchos progres seducidos por la «democracia» «liberal» de un Estado racista pero gay friendly.
Esta dominación discursiva se administra a través de un recurso que es, al mismo tiempo, manipulador y pretendidamente inapelable: atacar con la fuerza irresistible del éxito presente y defenderse con la vulnerabilidad del pasado. Cualquiera que se anime a criticar la política racista y criminal del Estado de Israel se convierte inmediatamente en un «antisemita». Desde el sábado pasado, esa etiqueta incluye un añadido: «defensor(a) de terroristas». La barbarización de estos tiempos extremos empieza por las palabras.