Por Amaia Fano vía AFANOMOVIES
He vuelto a ver “Las ilusiones perdidas”. La historia de ese joven poeta de provincias, aspirante a escritor, que se desvía fatalmente de la ruta hacia sus más nobles ambiciones cuando el periodismo y las posibilidades que dicho oficio le ofrece de medrar social y económicamente se cruzan en su camino, distrayéndolo de la que debe ser la misión vital de todo artista: crear belleza, aún en medio de la podredumbre.
En su día la elegí de entre los estrenos de la cartelera por su título evocador, ahora que la civilización empieza a dar inequívocas señales de agotamiento, y por tratarse de la adaptación cinematográfica de una de las piezas fundamentales de la gran “Comedia Humana”, esa que se representa en “el teatro del mundo, donde los peores suelen tener las mejores butacas”, como amargamente concluye su protagonista, Lucien de Rubempré.
Estrenada en la sesión oficial de la Mostra de Venecia -donde incomprensiblemente se fue de vacío-, la excelente película de Xavier Giannoli basada en la novela homónima de Honoré de Balzac, obtuvo siete de las quince nominaciones a los Premios César, entre ellos a mejor película, mejor actor revelación (Benjamin Vospin) y mejor actor secundario (Vincent Lacoste) antes de pasar a engrosar el catálogo de Movistar+.
Pero no son los premios lo que hace digno de admiración a este magnífico drama histórico de lujosa ambientación y cuidada puesta en escena, con abundancia de carruajes y frufrús; sino la pericia de su director y coguionista para reeditar el monumental tríptico literario de Balzac, publicado entre 1837 y 1843, que forma parte de uno de los mayores y más ambiciosos proyectos narrativos de la historia de la literatura universal (137 novelas e historias entrelazadas, en las que el autor perfila, con mordaz e inmisericorde realismo, el retrato de la sociedad francesa de su tiempo, desde la caída del Imperio Napoleónico hasta el fin de la revolución liberal burguesa, que fueron viendo la luz por entregas a medida que la necesidad de dinero acuciaba al célebre escritor galo y se continuaron publicando hasta después de su muerte), un formidable estudio de las costumbres, vicios y preceptos sociales de la sociedad francesa de la primera mitad del siglo XIX y las miserias propias de nuestro tiempo.
Desmesurada, elegíaca y apoteósica, tanto en su ascenso como en su declive, la vida del joven poeta Lucien de Rubempré (Benjamin Vospin), natural de Angulema, “criatura a la vez ingenua y ambiciosa, brillante y errada”, tal y como lo describe Javier Ocaña en El País, y su inexorable pérdida de la inocencia, desde el momento mismo en que se enamora a primera vista de Louise de Bargeton (Cécile De France), dama de alta cuna, casada con un terrateniente local y autoerigida en mecenas de los artistas de la región, se convierte en una feroz sátira acerca de la corrupción que impregna todos los órdenes de la vida política, personal, mediática y social de la época.
Lucien, a quien conocemos escribiendo rimas a las margaritas y trabajando como linotipista junto a sus hermanos, en una modesta imprenta heredada de su padre (de apellido Chardon, aunque el joven rapsoda prefiere utilizar la heráldica materna, que en generaciones anteriores gozó de noble abolengo) se ve envuelto en un tórrido e ilícito romance con la bella aristócrata, que le supera en edad, por lo que ambos deciden escapar juntos a París, donde espera llegar a convertirse en un escritor de éxito. Pero, una vez allí, su amada y protectora le abandona a su suerte, temerosa de sufrir el desprecio de sus amigos y parientes de la alta sociedad, no tanto por mostrarse ante ella como una mujer adúltera, sino por exhibirse del brazo de un amante paleto, sin linaje ni fortuna, por completo desconocedor de las estrictas normas por las que esta se rige.
Contada desde una óptica premonitoria y reflexiva, con un punto de humor irreverente que la hace ser además una película divertida, el último trabajo de Giannoli («Madame Marguerite», «La aparición») comienza con una estética propia del romanticismo, con el protagonista tirado en la hierba con el sol colándose entre las hojas del cuaderno en el que escribe sus rimas, para dar paso enseguida a una narrativa visual mucho más preciosista y barroca que nos lleva al París de los grandes salones de baile, en los que, más que bailar, se conspira y en donde se acaban el romanticismo y el idealismo, y se pierden las ilusiones y la inocencia.
Como explicaba acertadamente Iñaki Ortiz Gascón, “en el París del siglo XIX, ya no hay espacio para la vieja poesía ni para los amores valientes y desmedidos. El romanticismo está ya demodé. Ha dado paso al pensamiento crítico y a su consecuencia casi inevitable, el cinismo. Es el fin de una época. Y así nos la muestra Giannoli, describiendo una ciudad efervescente, frenética, donde los carromatos atropellan a los viandantes en las grandes avenidas. Una ciudad viva, imparable, veloz. La capital del mundo, con las riquezas más obscenas a pocas calles de la pobreza extrema”.
Una voz en off omnipresente e intervencionista mantiene la historia en constante movimiento, como ya hiciera Scorsese en “La edad de la inocencia”, con una retahíla de frases brillantes que desnudan las motivaciones de sus personajes, mientras detalla el perverso proceso mediante el cual los anhelos de un alma creativa son corrompidos por las esferas del poder, tan ubicuas como eficaces a la hora de modificar afectos, opiniones y adhesiones, que se cambian como de ropa interior, por un módico precio a convenir, ya sea reputacional o contante y sonante.
El proceso de destrucción de la integridad de Lucien de Rubempré se inicia con su fichaje como articulista de uno de los muchos libelos, gacetas y periódicos de corte sensacionalista y creciente número de lectores, que proliferan en ese París de la primera mitad del s. XIX, como alternativa a la llamada “prensa seria”, y cuyos editores hacen fortuna vendiendo sus filias y fobias al mejor postor a la hora de confeccionar sus espacios de opinión y sus críticas de arte, que empiezan a convivir con los primeros anuncios publicitarios.
“Aquí puedes comprar cualquier cosa. ¡Es el progreso!”, afirma con desfachatez digna de mejor causa el joven editor de Le Corsaire-Satan, Ètienne Lousteau (Vincent Lacoste), encargado de la instrucción del aprendiz Lucien y autor de otras sentencias no menos desvergonzadas, como: “en las filas de la prensa se necesitan amigos, igual que los generales necesitan soldados”; “si no puedes hacerles favores en un periódico, nadie te teme y, si nadie te teme, interesas poco” o “el periódico está financiado por los liberales, así que eres liberal, aunque aún no lo sabes”. Amén del curioso glosario de adjetivos equivalentes, con el que convertir una buena crítica en una mala crítica, tan ocurrente como impúdico.
Naturalmente eran otros tiempos, unos en los que el periodismo despuntaba como gran aliado (o temido opositor), cotizándose al alza sus favores por las posibilidades que ofrecía para seducir, engañar y domesticar a la opinión pública a favor o en contra de una determinada obra, personaje o corriente de pensamiento. La línea editorial de los nuevos periódicos liberales era simple: “todo lo que sea probable lo daremos por cierto”. Y ello, en un mundo que se presumía moderno y progresista, pero que en realidad vivía anclado en un clasismo estructural y una corrupción sistémica.
“Balzac escribe, entre muchos asuntos, sobre el determinante papel de la incipiente prensa libre. Tan libre que solo depende del dinero que la sostiene. Es decir, se informa, se opina, se censura, se miente y se ensalza en función únicamente de la capacidad de los nuevos periódicos para seguir informando, mintiendo, censurando y opinando. Un juego de poder entre monárquicos y liberales, entre la vieja aristocracia y la burguesía emergente, entre los privilegiados y los que aspiran a serlo, en el que vale todo y que, por azares de la historia, exhibe un paralelismo que asusta con el mundo que nos ocupa”, escribía a propósito de ello Luis Martínez en El Mundo. No se trata de volver a recordar que los clásicos son eternos, basta con caer en la cuenta de que el motor de la ambición de entonces es el mismo de ahora.
Aquel París “librepensador” imponía sus normas y, a medida que se va a aclimatando a la ciudad y acomodando a sus nuevas circunstancias, el joven aspirante a escritor no solo va perdiendo su candidez al vender sus principios a cambio de fama y fortuna, sino que se va perdiendo a sí mismo sumergiéndose en un lodazal de inmundicia moral y libertinaje ideológico.
El otrora provinciano Lucien de Rubempré transforma incluso su apariencia física en búsqueda de una mayor distinción acorde a su nuevo estatus de renombrado articulista y aparca sus más nobles intenciones creativas, según se lo exige la sociedad parisina a la que desea pertenecer por derecho propio, a medida que afila su pluma mercenaria y la pone al servicio de ese periodismo malicioso emergente que utiliza el ingenio para ensalzar o destruir reputaciones ajenas, valiéndose de la ofensa, la insidia y la infamia, y haciéndose eco de falsos aplausos y abucheos, comprados a un público de figurantes.
“Giannoli convierte el fatídico ascenso del protagonista de su película a las alturas del negocio editorial en un grotesco espectáculo circense”, observa Manu Yáñez. Por la redacción del periódico para el que trabaja Lucien deambula una manada de patos –en honor a las trolas que este publica y que allí se conocen como “canards” (pato en francés), predecesoras de las actuales fake news–, mientras su redactor jefe tiene por mascota a un mono de feria, a cuyo criterio se deja la elección de los libros que deben ser reseñados por encargo -como el del talentoso novelista Raoul Nathan (Xavier Dolan), una especie de némesis de Rubempré, a quien Lousteau se la tiene jurada por pertenecer al círculo social de los partidarios de la monarquía-, convirtiendo el oficio periodístico en un irresponsable y enloquecido ecosistema, favorable a todo tipo de excesos, vendettas y sobornos, prostitución real o metafórica, cuyas consecuencias son el envanecimiento y enriquecimiento de los nuevos críticos estrella, admirados y temidos a partes iguales, y el ascenso o la caída en desgracia de los afortunados o desdichados artistas, escritores, actores y actrices que son objeto de sus diatribas.
La polémica se convierte en el arma más preciada de los nuevos periódicos liberales que incluso amañan discusiones ficticias entre escritores y críticos literarios carentes de escrúpulos (“no es necesario leer el libro para escribir la crítica. Es más, leerlo podría influir en el resultado”, afirman con descaro), para generar el interés de los lectores. Según el experto de cine de la revista Fotogramas, “en Le Corsaire-Satan se celebran más fiestas que en el New York Daily Inquirer de ‘Ciudadano Kane’, aunque el grado de esperpento lleva a ‘Las ilusiones pérdidas’ hasta un lugar de delirio y cinismo más parecido al de ‘El lobo de Wall Street’”.
Y es que, Giannoli no se limita a ofrecer una visión escéptica de la prensa y, por extensión, del mundo editorial (cuyo monopolio ejerce en su película un verdulero ignorante y analfabeto, de apellido Dauriat, interpretado por el controvertido Gérard Depardieu, que se muestra mucho más interesado en el lucrativo negocio de la importación de piñas que en publicar un poemario que es incapaz de leer y mucho menos entender). Más allá del demoledor juicio que en ella se hace acerca de la deshonestidad, la frivolidad y la falta de toda moral, rigor y principios éticos de los articulistas de la época, tristemente resumido en el bautismo simbólico que el novato Lucien recibe por parte de sus colegas y del dueño del medio para el que trabaja, a modo de bienvenida (“En el nombre de la mala fe, de los falsos rumores y de la publicidad, yo te nombro periodista”), el cineasta francés se atreve a meterse con «la mano que mece la cuna», que no es otra sino las élites económicas que controlan el negocio de las empresas periodísticas, ya sean estas de signo liberal o monárquico.
“El liberalismo económico será la libertad del zorro libre en un gallinero libre”, vaticina Adoche Finot (Louis-Do de Lencquesaing), el avaricioso propietario de Le Corsaire-Satan, quien tiende una trampa al díscolo Lucien, haciéndole creer que cuenta con él para sus ambiciosos proyectos de expansión comercial del negocio. Pero, al final, “quien paga manda” y el poder es implacable con quien desafía su autoridad, ensañándose con aquel que se niega a colaborar en su mezquino juego de intereses y tráfico de influencias, como un peón más. Balzac no hace concesiones ni a unos ni a otros: los que corrompen a los demás son unos canallas y quienes se dejan corromper unos cretinos que sucumben una y otra vez a los mismos vicios y debilidades, consumando la traición a sí mismos.
Para Manu Yáñez, la película impresiona por el “carácter profético” de las reflexiones del autor galo, toda vez que, “en ella no solo se diseccionan con lupa hiperbólica la mercantilización de la información de tintes amarillistas, sino que se lanzan también dardos contra la corrupción política y la destrucción del criterio individual a manos de la tiranía de las modas. Un cóctel de lacras contemporáneas que ‘Las ilusiones pérdidas’ disecciona de un modo implacable e hilarante, empleando la brutalidad que se merece una realidad, la nuestra, abocada al abismo de la sinrazón”.
Pero como, según las leyes de la gravedad, «todo lo que sube tiende a bajar», y Balzac era un autor clásico con tendencia a castigar las veleidades de sus personajes, París puede ser al mismo tiempo un gran pedestal y un profundo sumidero para las aspiraciones de Rubempré, quien no logra el menor eco para su obra literaria y se dedica a despilfarrar todo el dinero que gana, junto a su amante, Coraline -la chica de los pantys rojos-. el único personaje que conserva un atisbo de honestidad y de ternura, pese a tratarse de una actriz de poca monta que se prostituye para sobrevivir. Es ella quien le recuerda a Lucien -obsesionado con la idea de recuperar el linaje perdido y poseer un título nobiliario que le abra las puertas de la alta sociedad parisina que un día le despreció- que debe volver a sus orígenes. “Nuestro mundo está podrido, debemos intentar crear belleza”, le precisa al confesarle que sufre una grave enfermedad y le queda poco tiempo de vida.
A su muerte, destrozado, arruinado y socialmente marginado, el fracasado escritor emprende el camino de regreso a Angulema, sumergiéndose en las profundas aguas del río Charente, quién sabe si para purificarse o para morir, una vez perdida toda ambición y esperanza.