Por Cristina Maruri
Mustafá y yo dejamos atrás el lago Natron y nos despedimos de su manto de flamencos. También nos vamos despidiendo de sus gentes, que situadas a ambos lados de la tira de tierra por la que discurrimos, a lo lejos se vislumbran cuidando de sus rebaños.
Quien piense que África es sinónimo de secarrales generalizados, se encuentra en un error. Hay países como Uganda o Tanzania, que están plagados de embalses naturales de agua dulce. De bosques y de cascadas, de inmensos prados que alcanzan todo su esplendor, tras la temporada de lluvias.
El trayecto que separa ambos lagos no es grande, pero el accidente de un camión colapsa por horas la carretera. Sin doble vía ni arcenes, con un parque móvil obsoleto y destartalado, sucede con frecuencia.
Es mediodía, las furgonetas que transportan viajeros, como sardinas en lata sin aceite, se convierten en hornos; niños llorando, sin agua ni comida. Nosotros llevamos ambas en el todoterreno y procuramos atender a los más pequeños. El sol es abrasador. Llama mi atención su paciencia y tolerancia. No hay exabruptos ni roncas broncas, solo es un esperar armonioso a que llegue la autoridad y se desaloje el carril. Todo un ejemplo.
Es al atardecer cuando alcanzamos el lago Eyasi. Teniendo en cuenta, que por estas latitudes el sol se convierte en reloj y marca sus horas de luz, entre las 6:00 AM y las 6:00 PM.
Vuelve la tierra a ser gris y esporádicos árboles la pueblan, hasta que Mustafá para el motor, justo en el instante en el que se divisa, a lo lejos, la capa plateada de agua.
Pero es la cercanía la que llama mi atención. Chozas hechas con ramas de palmeras, sillas de plástico tipo cervecera, ropitas de colores secando al sol. Barcazas varadas y desguazadas. Un puñado de personas. Mujeres y niños que salen de la oquedad de sus moradas para saludar a los únicos visitantes y varios hombres charlando que no se inmutan. Redes.
Veo un poblado de antaño pescadores, casi despoblado.
Y es que el tan manido cambio climático, no es solo un tema de conversación en dispendiosas cumbres y dilatados banquetes. Afecta de lleno a los seres humanos y se ceba con los más vulnerables. Porque en este caso, el calentamiento hace retroceder las aguas del lago, convirtiendo sus orillas en un fangal. Impidiendo a los pescadores transportar sus pesadas embarcaciones tanta distancia. Sin medios ni ayudas de ningún tipo, sufren escaseces, penurias, acaban abandonando su hogar, su hábitat, para ponerse a rodar como tantos otros seres humanos de este planeta, rumbo a la esperanza, dirección hacia cualquier oportunidad.
Regalamos chocolates a los niños y nos hacemos alguna foto. Correspondemos a sus sonrisas, aunque yo no lo haga de corazón, hay demasiado desequilibrio y demasiada injusticia para que abandone el lugar, solamente imbuida por su natural y estratosférica belleza. Es esa piedra en el zapato que no termina de salir.
A la mañana siguiente volveríamos al lago, pero no a sus orillas sino a sus bosques. Más de diez mil años de convivencia y connivencia, entre la tribu de los hadzabe y la naturaleza.
Cometo uno de mis errores al pretender que no cacen en mi presencia, pero Mustafá extrae mi ignorancia, como una muela podrida el dentista. “Cazan para comer, no por diversión, no les puedes abocar al hambre”, me dice.
Con la mayor humildad y empatía les descubro en lo alto, a la entrada de la cueva, con fuego y desayuno. No hay tostadas ni leche, sino carne reseca que comparten.
Tampoco portan pijamas, ni jeans, ni camisetas, porque sus cuerpos semidesnudos se cubren de pieles.
Me ofrecen una corona, artesanía de sus mujeres, como signo de bienvenida; y sonríen. Esa bandera que debería ser la reinante en todo el planeta. Y me enseñan a hacer fuego, con una barita de madera que hay que frotar mientras se emplea fuerza y que encaja en el orificio de otra madera, que se sustenta sobre la hoja afilada de una navaja.
Con su ayuda lo logro y me siento grande. Supongo que, porque en el mundo civilizado todo lo hacen por nosotros, pero que difícilmente sobreviviríamos, si tuviéramos que hacerlo por nosotros mismos.
También me exhiben sus flechas terminadas en diferentes puntas de acero y que seleccionan dependiendo del animal al que pretenden dar caza. Y sus arcos, confeccionados con ramas flexibles y flexible tendón de cuello de jirafa.
Por último, el jefe con gran orgullo me presenta su presa, con los brazos en alto, como si de la copa de plata de un reputado torneo se tratara. En este caso la cabeza de impala no brilla, pero huele, y su olor es nauseabundo. En estos lares no hay frigoríficos.
Tras las renovadas fuerzas que les otorga el desayuno, inician su matinal búsqueda de sustento.
Mustafá y yo les seguimos por el bosque en silencio, pero sin descuidarnos, porque llevan la marcha muy veloz y predeterminada; parecen un ejército.
Nuevamente se palpa el cambio climático y la sobreexplotación de recursos, porque la densidad de árboles y vegetación es insuficiente para mantener y proteger a los animales más grandes, que emigran. Al emigrar ellos, se cierran las puertas para la supervivencia de esta etnia milenaria que, a duras penas, mantiene alguna ventana abierta.
Por eso regresamos con las manos vacías. Apenas contamos con un producto similar a la miel y elaborado por pequeños insectos, que extraen de los árboles. Ningún animal, ningún bulbo o raíz.
Solo “miel”, agua recogida del cuenco formado en un tronco, y la loción que nos distribuimos por todo el cuerpo, también extraída de los árboles, que nos preserva de mosquitos, hidrata nuestra piel, y resulta un desinfectante natural, que sustituye a la ducha en épocas de sequía.
Pero, aun así, no pierden ni la marcha ni la sonrisa. Ni su hospitalidad abrumadora.
Por eso nos muestran las chozas en las que moran sus mujeres e hijos, ellos lo hacen en la cueva. Y nos enseñan a utilizar el arco. Por eso nos despiden entre cánticos y bailes, a los que nos sumamos, sin ningún prejuicio o sentido del ridículo que pueda resultar castrante y/o nos frustre la experiencia.
Agridulce es nuestro último apretón de manos. Dulce; porque para mí es innegable la maravilla que supone encontrar seres humanos a miles de kilómetros, de diferentes culturas y circunstancias, con los que puedas sentirte sumamente a gusto, extraordinariamente empatizar, y generar lazos indisolubles de amistad.
Agrio, porque el mundo ario y civilizado, el mundo con poder; en ningún caso habría de avasallarlos, pasar por encima como las apisonadoras sobre el asfalto, sino que por el contrario, habría de entenderlos, protegerlos y aprender.
Nocivo resulta el pensamiento de arrogarse el conocimiento. La sabiduría es patrimonio de la humanidad y en la humanización de cada ser, se hallará siempre el mayor de los progresos y el menor de los sufrimientos.