Por Mikel Pulgarín– Periodista y Consultor de Comunicación
El cineasta valenciano Luis García Berlanga, el irreverente más lúcido y encantador del celuloide español, concluyó su último largometraje (“París-Tombuctú”, 1999) con una personal y peculiar llamada de socorro; las imágenes finales de la película mostraban una suerte de peculiar valla publicitaria, apostada en un lateral de la carretera, en la que alguien, que firmaba con la inicial L. (¿quién podría ser?), había escrito con espray rojo y en grandes letras un grafiti desgarrador: “Tengo Miedo”.
Mientras se encendían las luces de la sala de cine, el espectador de aquellos días finales del siglo XX, deslumbrado por la pavorosa realidad que cabalgaba entre dos milenios, no podía dejar de solidarizarse con la perturbación angustiosa de aquel viejo verde, el mismo que un día dio la bienvenida a Mr. Marshall y que en esos momentos se despedía del mundo. Una voz interna le decía que nada de lo que había visto en aquel filme le era ajeno, que aquellas dos palabras pintadas en el cartel también tenían que ver con él. Al salir del cine, con el sol aún en el horizonte, podía observar rostros anónimos, centrar la mirada en sus ojos y cerciorarse de que en ellos también había miedo. Todos tenemos miedo.
En su vejez, Berlanga, ya casi tan “berlanguiano” como sus personajes, combatía los temores que le producían el Demonio, el Mundo y la Carne, los eternos enemigos del alma humana, con la ingestión de enormes dosis de horchata, el visionado de los más orondos y turgentes traseros femeninos, y la degustación de paellas plagadas de unos más que dudosos tropiezos. Otras personas, sin embargo, mucho más prosaicas, engrosan la estadística de los consumidores de tranquilizantes y antidepresivos. En las páginas impresas de los diarios y en los medios digitales se puede leer que el uso de psicofármacos se ha incrementado de manera exponencial en los últimos años. Y en esos mismos soportes se informa de que el “Prozac”, la innovadora versión de los 90 del “Valium” de los 60, o el “Orfidal”, una moderna modalidad para un nuevo milenio, siguen arrasando en las bolsas de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes, unos mercados en los que el miedo cotiza al alza.
¿A qué o de qué tenemos miedo? ¿Qué hace que nos angustiemos hasta el trastorno? ¿Qué riesgos reales o imaginarios nos desequilibran de manera tan contumaz? Probablemente existan tantas respuestas como miedos y tantos miedos como personas. Pero es casi seguro que, si ahondamos en cada una de las contestaciones, si penetramos en cada mente, lograremos una única y rotunda confirmación: es el temor a la muerte el que desencadena esa desazón. Y este sentimiento no siempre se produce de manera transparente, vinculada a una agresión directa contra la vida; por el contrario, recurre cada vez con más asiduidad a subterfugios y engaños, utiliza nuevos vehículos para mostrarse.
Las enfermedades, las guerras, el hambre o las catástrofes naturales, fuentes clásicas del pavor humano, siguen perturbando nuestro destino, hacen que sintamos temor y ansiedad; pero, sin embargo, no son las principales causantes de ese otro miedo silencioso que penetra en el cuerpo y la mente, de ese terror sibilino que nos paraliza y obsesiona, de esa sensación que nos desconcierta y hace que suframos aun cuando se supone que debiéramos ser felices. Entonces, ¿quién o qué lo provoca? ¿Qué o quién causa tanta zozobra? Como casi siempre, es posible que la respuesta esté a nuestro alrededor o dentro de nosotros mismos. Observad esos rostros conocidos o anónimos, miraos en el espejo, y contemplad esos ojos ajenos o propios que llevan escritos con grandes letras un desgarrador “Tengo Miedo”. Ahí, por paradójico que parezca, ahí mismo se encuentra el origen de tanto desasosiego. “El infierno son los otros”, dijo Sartre cuatro siglos después de que el sabio señor de Montaigne nos sentenciara con el “líbreme Dios de mí”.