Por M. Urraburu
Los pobres vergonzosos piden limosna con disimulo, ya que no les avergüenza que se la den, sino tener que solicitarla. Es una forma muy discutible de pudor, pero siempre preferible al linaje de mendigos insolentes, que en caso de que su petición no sea atendida, mascullan unas palabras que a pesar de ser inteligibles dejan clara su intención.
Los transeúntes prefieren esta modalidad de clientes a los que insultan de modo inequívoco y no digamos a los que escupen.
En épocas de crisis aumenta el riesgo de andar por la calle, pero ese peligro se extiende, también, al gremio de los que piden limosna, ya que si no sale nadie, ellos tendrán que quedarse en casa.
Después de años tomando medidas – al parecer más urgentes – como recuperar la población del oso, o construir aparcamientos sin coches o aeropuertos sin aviones, se anuncia un plan para reducir la pobreza durante los próximos cuatro años. Quizá para entonces se hayan extinguido totalmente. Ustedes me entienden.
Nadie aplaude esta situación, quizá porque la austeridad nos ha hecho apretarnos tanto el cinturón que, si aplaudimos, se nos pueden caer los pantalones.