Por Mikel Pulgarín – Periodista y Consultor de Comunicación.
Al drama le gusta vestir de blanco y negro cuando sale a escena. Mi recuerdo se remonta muchos años atrás. Allí, entre las páginas de un diario, la noticia se ofrecía a quien la quisiera leer. Una gran fotografía, carente de cualquier policromía, recogía una imagen singular: un hombre sentado en lo que parecía una piedra miraba absorto una suerte de bulto tendido en el suelo y cubierto por una manta, mientras sus manos se tensaban en un gesto más próximo a la impotencia que a la rabia. Detrás, como telón de fondo, dos mininos blancuzcos jugaban. Debajo de la foto un gran titular de negros caracteres daba cuenta de que Julia, una indigente conocida como “la reina de los gatos”, fue encontrada muerta por su compañero bajo los pilares de un gigantesco puente.
Siempre me ha desasosegado observar a los “sintecho” mientras vagan por nuestras calles con sus hatillos mugrientos, o beben vino de “tetrabrik” ante las cristaleras de las sucursales bancarias. Cuando eso ocurre, de manera inexorable me hago la misma pregunta: ¿cómo habrán llegado a esta situación? Y también, de forma infalible, me respondo: ¡Qué sabe nadie!
Es casi seguro que, en muchos de los casos, la alteración del siempre frágil equilibrio mental esté detrás de esa decisión, voluntaria o involuntaria, de abandonar familia y hogar, de lanzarse al cemento de las calles o a los pilares de los puentes. Es posible que, para otras personas, quizás las menos, la necesidad de aire libre y de andanzas sin ataduras pesen mucho en ese permanente hacer camino sin volver la vista atrás. Y es más que probable que los avatares económicos de estos tiempos, con el espectro del desempleo recorriendo pueblos y ciudades, se escondan tras esos actos que pueden cambiar de manera tan radical la vida de los seres humanos. Quizás sea una mezcla de todos esos factores la que provoque la tormenta perfecta.
Reconozco que la motivación económica, la menos romántica y alocada de las citadas, es la que sin duda produce en mí una mayor desazón. Quizás porque a casi todos, desde la más tierna infancia, alguien nos ha amenazado alguna vez con la famosa frase “terminarás pidiendo limosna en la puerta de El Corte Inglés”. Lo cierto es que parecen proliferar los desarraigos que tienen su origen en la pérdida del puesto de trabajo o en la ausencia de empleo. Alguien experto en estas lides, estudioso de las repercusiones sociales de las estadísticas sobre el paro, me describía recientemente ese proceso de descomposición, que consideraba más intenso cuanto menos compacto y uniforme es el grupo familiar.
La pérdida del empleo supone el primer encontronazo con una situación nueva y terrible. Mañanas y tardes desocupadas, noches insomnes. Cuando el subsidio expira, los problemas crecen. Desconcierto, impotencia, descenso de la autoestima, primeras dificultades económicas, conflictos familiares, desatención del aspecto físico, incremento del consumo de alcohol. Después, recortes en algunos gastos fundamentales, cambios en la escolarización de los hijos, reducciones en la cantidad y calidad de la alimentación, deudas en la vecindad, privación del reconocimiento y respeto públicos… Por último, pérdida de la vivienda, cambio de entorno y la hecatombe. Más tarde, quizás el cemento de las calles o los pilares de un puente. Nadie sabe por qué, nadie sabe cuándo. ¡Qué sabe nadie! Lo único cierto es que, en los próximos meses, la vida va a seguir poniendo a prueba a muchas, muchas, personas.