Por Ana Lee Urrutia.
1.150 kilómetros me separan de mis padres. Menos que los 11.000 que los alejaron de los suyos. Los veo por videollamada, cada vez con las facciones más envejecidas. Y mientras los miro, los admiro. No por lo que lograron para sí mismos, sino por la valentía de dejarlo todo atrás y buscar nuevas oportunidades, no pensando en su propio bienestar, sino en el mío, con la esperanza de que un día su hija vuele aún más lejos.
A veces camino por los senderos verdes de County Meath con la certeza de que todo lo que soy hoy también les pertenece. Soy el resultado de tres geografías distintas, de sacrificios silenciosos y de esperanzas que cruzaron océanos. Mis pasos llevan su fuerza, sus renuncias y sus sueños aplazados. Los hijos de migrantes no solo heredamos apellidos, heredamos silencios, miedos y sueños truncados que hoy, gracias a su sacrificio, nosotros podemos soñar… y cumplir. Somos la continuación de una historia que empezó mucho antes de que tuviéramos voz.
Ellos siguen en España, mis raíces en Bolivia, y yo ahora construyo mi camino en Irlanda. Desde que me mudé, empecé a entender —aunque sea un poco— lo que ellos sintieron al migrar. Pero con una gran diferencia: yo no parto de cero. Parto de todo lo que ellos construyeron para mí. Ellos llegaron con miedo y sin redes de seguridad; yo llego con estudios, con confianza y con la certeza de que ellos siempre serán mi red de seguridad si me caigo. Lo que para ellos fue una apuesta, para mí es una posibilidad. Y en cada paso que doy, llevo su historia como motor y como escudo.
Un día, mis padres hicieron una maleta con miedos, incertidumbres y ninguna certeza. Ese simple gesto —cerrar una cremallera— provocó que hoy yo escriba estas líneas desde Irlanda con muchos sueños en mi maleta. El efecto mariposa, lo llaman.
Ana Lee Urrutia