Asociación Vasca de periodistas - Colegio Vasco de periodistas

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Testimonio

Por Ederra Arrieta.

En su recién estrenada mayoría de edad le costaba adaptarse al  pequeño pueblo donde había conseguido su primer trabajo. Los días transcurrían muy lentamente hasta la llegada del ansiado viernes, día en el que el autobús le llevaba a casa a pasar el fin de semana.

El invierno no tardó en llegar y ella debía plantarle cara al frío y a la lluvia, ascendiendo con su motocicleta el camino de montaña desde la casa donde se alojaba hasta su lugar de trabajo en lo alto del monte.

Por las tardes, al volver de su tarea, la  fría y deshabitada casa se le echaba encima.

En ocasiones se desplazaba unos kilómetros en su motocicleta roja a algún pueblo de alrededor. No le importaba el aire helado del camino, lo soportaba mejor que las largas y tediosas tardes que la sumían en la tristeza.

Aparcaba la moto tiritando de frío, pero pronto se recuperaba  tomando algo calentito en alguno de los bares del puerto del bonito pueblo costero.

Contemplaba a los surfistas venidos de muy lejos en pleno invierno en sus caravanas, atraídos por las fantásticas olas del litoral.

Charlaba con las camareras y con jóvenes que ellas conocían . Trataba de entenderse también con aquellos surfistas australianos que hablaban casi exclusivamente en inglés, cosa que le resultaba algo difícil puesto que ella había estudiado siempre en francés.

Una tarde en la que el bar se encontraba muy concurrido debido a la proximidad del fin de semana, la discoteca del pueblo abrió invitando a todos los allí congregados.

Le atrajo la idea de ir con  gente de su edad a aquel lugar de diversión que no conocía, así que condujo su moto hasta las afueras del pueblo donde se encontraba la discoteca dispuesta a pasar una tarde diferente y divertida.

Dentro del local, los focos, las bonitas bolas giratorias de luces de colores y la música invitaban a bailar. Estaba contenta moviéndose en medio de la pista y cuando comenzó a sonar la música lenta, un chico la invitó a bailar. Ella accedió y más tarde salió a dar un paseo con él por los alrededores.

El tiempo se le pasó volando. Era ya tarde y  debía volver a su domicilio en el frío de la noche. Se despidió de su joven acompañante y se dirigió hacia la moto que se encontraba aparcada junto a la discoteca. Vio que se apagaban las luces del local, lo estaban cerrando.

Arrancó el motor y al momento cayó en la cuenta de que no llevaba consigo las gafas  que le había regalado su hermano para protegerse los ojos del viento mientras conducía, se las había dejado dentro de la sala de música.

Observó entonces que el responsable del local acababa de abandonarlo y se dirigía a la calle. Dio un brusco giro con su moto y cayó al suelo con ella. Se incorporó dolorida para dirigirse a aquel hombre al que pidió  que le abriese la puerta del local para poder recoger lo que había olvidado dentro. Él pareció dudar unos segundos y finalmente le abrió la puerta.

Le hizo pasar y al momento y sin razón alguna, aquel desconocido mostró una actitud agresiva con ella. La sermoneó con dureza, recriminándole por el hecho de que se hubiese caído de la moto.

Ella no comprendió el absurdo enfado del hombre que, empujándola hacia la zona de lavabos del local, la obligó a entrar con él cerrando tras de sí la puerta de acceso al estrecho recinto.

Tembló de miedo. Se vio a sí misma en la situación  del protagonista de » el Proceso», la novela de Kafka cuya lectura le había impresionado tanto . Aquel salvaje  la estaba sometiendo a un proceso sin sentido haciéndole culpable de un delito inexistente. Tenía que pagar por lo que había hecho, aunque no hubiera hecho nada.

Manoseó su cuerpo vestido, su cara, sus labios. La besó a la fuerza en aquel inhóspito lugar de luces fluorescentes y azulejos blancos, de un blanco helador que a ella le cegaba los ojos . Sintió que le faltaba el aire y se ahogaba, que iba a dejar de respirar por momentos.

Entre sollozos rogó al hombre una y otra vez  que la dejase salir de aquel encierro. De nada sirvieron sus súplicas. Él le advirtió además que si gritaba, nadie, absolutamente nadie la escucharía.

Comprendió que no podía defenderse del monstruo al que evitaba mirar  para no morir de la angustia y del inmenso asco que le producía.

Su mente trabajaba a una velocidad de vértigo . Tenía que abandonar la estrechez de aquellos blancos lavabos, la cárcel claustrofóbica donde se encontraba presa a merced del repugnante ser.

Qué quería de ella, cuál iba a ser su castigo. No lo sabía y le daba horror  imaginarlo. Le preguntó llorando pero sin titubear si su intención era violarla. Él no respondió. Ella entendió bien el significado de la callada respuesta.

Su desesperación iba en aumento.

Tenía que salir de aquel horrible lugar y no lo conseguiría por la fuerza, pues su fuerza era insignificante comparada con la de aquel monstruo.

Debía ganar tiempo y  entonces se le ocurrió algo. Accedería a los deseos del verdugo si la sacaba de aquella ratonera donde la tenía presa a la zona más amplia de la sala. “Puedes hacerme lo que quieras pero por favor, te ruego que me dejes salir de aquí porque no puedo apenas respirar, me estoy ahogando» – trató de convencerle.

Sin mediar palabra, él abrió la puerta de acceso al servicio y la llevó a la amplia estancia de la sala. Se apoyó ella contra la pared de puertas acristaladas; la luz de la noche se colaba tenuemente tenuemente por ellas. Pensó cuál de aquellas puertas sería la de salida.

Buscando un milagro trató de deslizar cuidadosamente su espalda por los cristales, avanzando muy lentamente, de modo que su movimiento pasase desapercibido para el monstruo que tenía frente a sí.

Poco a poco, en un  ligero avance rozando la pared, sintió su espada liberada del cristal al que había empujado, cediendo la puerta batiente que al abrirse la lanzó fuera, a la calle, al fresco de la  noche que aspiró un instante antes de que su garganta liberase un grito desgarrador, un alarido salvaje capaz de despertar al vecindario entero.

 Arrancó el motor de su Mobylette roja. Era libre.

     Ederra Arrieta