Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
Si algo brilló con luz propia en las postrimerías del pasado siglo XX, eso fue sin duda aquel hijo natural del comercio detallista que conocimos por primera vez, no hace tanto tiempo, por el osado nombre de “Todo a 100”. Esos establecimientos tan peculiares invadieron un día las urbes y los pueblos, y en su carrera desenfrenada arrebataron a los estancos y restaurantes chinos los primeros puestos en el ranking de la ubicuidad. Después, todo fue coser y cantar.
Los “Todo a 100” rompieron las reglas del juego, soslayaron a la Organización Mundial del Comercio y se aliaron con la china post-roja, post-maoísta y postcomunista, la misma que no distingue entre gato blanco y gato negro, siempre que cace ratones, para hacer la revolución que ni los soviéticos fueron capaces de alcanzar, ni los norteamericanos de evitar: llevaron la lucha de clases a las estanterías y terminaron con las diferencias sociales. Todo a 100, ni más, ni menos.
El consumo popular tiene mucho que agradecerles a estos establecimientos, al igual que a sus precursores más rurales: los mercadillos. Los pobres, los humildes, hasta los desarrapados y parias de la tierra, pudieron, gracias a los “Todo a 100”, subirse al carro de la modernidad, esto es, a la era del comercio, que aquí el que no consume no mama. Y además pudieron hacerlo sin complejos ni restricciones, en igualdad de condiciones. Porque hasta los más pudientes de la Sociedad, alertados sobre las maravillas encerradas tras las cuatro paredes y ocho estanterías de los “Todo a 100”, no quisieron perderse el disfrute de tan dulces néctares. Disfrazados con sus peores galas, confundidos entre las multitudes que nunca se bañan, arrasaron alacenas y anaqueles, con el afán del que lleva años entrenando en esas lides.
Los hogares, ricos y pobres, felices e inhabitables, se llenaron de cachivaches, recipientes y paralelogramos, de fácil adquisición, pero de difícil utilidad. Pero así son las leyes del consumo: lo importante es la compra, el uso siempre es secundario. Gracias a los “Todo a 100”, cuyo inventor desconocido merecería disfrutar de eterno descanso en una parcela aledaña a la tumba del soldado tocayo, no había ya excusa para no disponer de las comodidades que proporcionaba el plástico fino y el metacrilato rebajado.
Ahora, en pleno siglo XXI, cuando todo, lo real y lo virtual, está al alcance la mano, cuando ya nada es capaz de sorprendernos, y mucho menos de maravillarnos, rindo merecido homenaje a los méritos –que son muchos- de este preclaro ejemplo de lo que la evolución de las especies ha sido capaz de hacer en la larga y tortuosa carrera por colocar al “homo sapiens” en la cúspide de la pirámide animal. Sirvan estas líneas de primer grano de arena, al que estoy seguro de que seguirán otros, de la gran playa que entre todos hemos de conformar en favor del reconocimiento a tan gloriosa invención. Y es que nadie, nunca, jamás, hizo tanto por tantos.