Por M.Urraburu
Atrás queda el sonido del verano. Ya no hay bicicletas a la puerta de las casas de los veraneantes. Todas se han trasladado a su lugar de origen. Ahora, esas casas están cerradas y sus puertas y ventanas están protegidas con maderas o chapas. Ya no arden los sarmientos ni la barbacoa que invitaba a la reunión de amigos a una jornada gastronómica con su consiguiente partida de mus.
Ahora solo sale humo por las chimeneas de las casas habitadas de todo el año, de todos los años, que ven mermados el número de ocupantes. El tiempo pasa lentamente. Los días comienzan a ser cortos. El otoño-invierno largo. Soledad, frio, oscuridad y silencio. Un silencio solo interrumpido por las campanadas del reloj de la iglesia que ya ha dejado de contar bien el paso de las horas, o por los pitidos de la furgoneta del carnicero, el panadero o el de productos varios que, también, han dejado de sonar a diario porque han perdido clientela y el interés es otro. Solo quedan personas que, generalmente, son mayores. Son los cuidadores de los pueblos que, a partir de ahora, solo recibirán, la visita de familiares los fines semana. Son ellos los que dan vida al pueblo, lo defienden de visitas incomodas y sostienen las prestaciones de los servicios básicos. El médico que duerme lejos, el autobús que no existe, y la escuela tampoco, porque los niños dejaron de serlo, el cura que celebra misa de vez en cuando, en una iglesia que, el Ministerio de la Iglesia ha dejado sin santos y solo con la paredes y techo que hace muchos años construyeron los lugareños y que hoy, amenaza ruinas.
Y, así, cuando los días empiezan a apagarse antes, las pizarras de las escuelas reciben con entusiasmo el regreso de sus alumnos, que aun recuerdan con nostalgia esa playa o ese pueblo de sus abuelos donde disfrutaron, un año más, de un tiempo deseado y compartido con esos amigos que también cumplieron un año más. Y, seremos, también nosotros, quienes evoquemos, en algún momento, la nostalgia de aquellos años, de aquellos días de colegio, cuando la vida solo estaba hecha de curiosidades, de sueños y deseos, y a la que los años van sumando el pasado. Y, es entonces cuando, una vez más, la ciudad retoma el pulso.
Las plazas de los barrios y los parques infantiles de la ciudad en una tarde de otoño resultan un espectáculo recuperado. Cuatro casetas de colorines con puentes de madera, despiertan de nuevo la fantasía de los más pequeños que se encaraman en un laberinto de cuerdas. El padre empuja, una y otra vez, el columpio de sus hijos. La pareja de ancianos sentados contemplan las carreras de los niños de la plaza recordando tiempos pasados. Dos niños acarician a los dos perros tendidos en el suelo. Un anciano con un cojín debajo del brazo busca un banco con un vecino con quien hablar. La plaza muestra su satisfacción por volver al reencuentro con sus gentes.
El final del verano nos crea una vez más, una sensación extraña. Al cumplir años somos conscientes de que la vida es un proceso de cambio que no podemos controlar. Con el fin del verano, de las vacaciones, es el momento de las despedidas y de los buenos deseos. Los últimos días transcurren siempre con más rapidez. Lo que cuenta no son las horas que marcan los relojes, y si, la ansiedad de lo que vivimos. Es una tontería hacer planes pensando en el futuro cuando lo único que tenemos es el presente, ese momento que se nos va de las manos. Pronto serán un recuerdo las vacaciones. Solo nos queda esperar el paso del otoño e invierno. Pronto llegara el verano.