Por Mikel Pulgarín, Periodista y Consultor de Comunicación
“Cuando yo era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces. ‘Siempre que sientas deseos de criticar a alguien’, me dijo, ‘recuerda que no a todo el mundo se le ha dado tantas oportunidades como a ti.’”. Reconozco que esta frase, con la que se inicia El Gran Gatsby, la magnífica novela de F. Scott Fitzgerald, me ha dado en qué pensar no pocas veces. Sobre todo, en los muchos momentos de mi vida en los que mi condición de animal humano me ha impelido a juzgar a otros congéneres.
“El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”, dice Juan el evangelista que dijo Jesús a los que imprecaban la muerte por lapidación de la mujer sorprendida en adulterio. Y en mi mente esta sentencia, tan sabia como reiteradamente soslayada por la humanidad, se asocia de manera inexorable al consejo del padre del narrador de Gatsby. Porque, ¿quién soy yo y quién es nadie para juzgar a nadie? ¿Cómo podemos pronunciar veredictos sobre personas a las que no conocemos, o por lo menos no suficientemente, y sobre las que ignoramos casi todo lo relacionado con sus vidas: contextos, situaciones, trayectorias y deseos; realidades y sueños; habilidades y torpezas; sufrimientos y esperanzas? ¿Cómo podemos ser tan injustos y osados cuando nos erigimos en jueces de los demás?
Fiódor Dostoievski, probablemente el autor que más se adentró en el lado oscuro de la mente humana, dejó escrito que lo que más nos alegra a las personas es la desgracia ajena. Eso explicaría muchas de las actitudes que adoptamos en la vida y daría sentido a esa necesidad de juzgar al otro que todos llevamos dentro. Nada nos satisface más que observar, desde la seguridad de nuestros refugios, los avatares e infortunios de los demás, contemplar con curiosidad morbosa las calamidades que acontecen a nuestros semejantes y deleitarnos con sus caídas en los abismos de la desesperación. Y, por si eso no fuera suficiente, a las primeras de cambio, con alevosía y sin juicio previo, emitimos sentencia en la que condenamos moralmente al pobre desgraciado objeto de nuestro interés, haciéndole merecedor de su desdichado destino. ¡Así nos va!
Por todo ello, no debe de extrañarnos el enorme interés y la irresistible atracción que en todos nosotros despiertan las vidas ajenas, ya sean contadas en las páginas de las novelas, interpretadas en los escenarios teatrales, visualizadas en las pantallas de cine o en las de los plasmas de los televisores, observadas desde las mirillas de las puertas, robadas por los visores de los móviles y de las cámaras fotográficas o mancilladas desde la intimidad de las ventanas indiscretas. Pero, eso sí, siempre desde la seguridad que ofrece el anonimato; siempre al socaire del infortunio ajeno; a salvo ese voyerismo que, en nuestro caso, estamos convencidos de que sólo es curiosidad; garantizada nuestra integridad física y moral, no vaya a ser que alguna traza de la vida de los demás salpique la nuestra y manche tanta pureza.